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Indiferencia y modernidad

Arquitecturacoam n 349 English translation embedded

¿Y si lo que el ángel estuviese mirando fuese el conocimiento? ¿Y si el huracán que empujase sus alas fuese la curiosidad? ¿No estaríamos construyendo una metáfora del espíritu moderno, contemporáneo; donde tenemos una amplia montaña de conocimiento a nuestra espalda pero siempre hay un viento fuerte que nos impulsa a seguir buscando, a seguir lanzando hipótesis aventuradas para alcanzar nuevas metas que serán abandonadas una vez halladas





En las artes, nos alcanza un sentimiento general de pérdida de las formas cerradas, estrictas y objetivas a favor de otras más íntimas, azarosas y abiertas, que apuntan a formatos accidentales, eternamente cambiantes y sin límites. En el campo de la música, se ha dirigido al uso de lo que en un tiempo se consideraba ruido; en la pintura y la escultura, a materiales que proceden de la industria y el cesto de los papeles: en la danza, hacia movimientos que no son “gráciles”, aunque proceden de la acción humana. Existe una gradual apertura de las posibilidades de la imaginación, y las personas creativas están abarcando en sus trabajos algo que nunca ha sido considerado arte.

Proyecto en múltiples dimensiones. Allan Kaprow, George Brecht y Robert Watts




Destruir lo antiguo

Cuando en 1971 se falló el concurso para el Centro Nacional de Arte y Cultura Georges Pompidou de Paris que daba como ganadora a la propuesta de Rogers y Piano, un jurado compuesto entre otros por Prouvé, Niemeyer y Philip Johnson debió dejarse seducir por una idea apasionante: allí no había arquitectura… y sin embargo se encontraban con una auténtica obra arquitectónica. En un artículo del año 1977 Alan Colquhoun expresa firmemente aquello de lo que, según los cánones establecidos, carece la propuesta para merecer el nombre de edificio. Luis Rojo de Castro (1) lo resume perfectamente: la brillante simplicidad y claridad de la propuesta de Rogers y Piano se obtiene como resultado de ignorar todos los problemas que afectaban al proyecto como tal: situación, contexto, escala, integración, circulaciones y finalmente, requerimientos programáticos. Para la línea de pensamiento que representa Colquhoun, la indiferencia frente a los cánones conocidos, el desprecio a la capacidad representativa de las formas establecidas, sólo se podía entender como una renuncia. Basta comparar de un modo simplista las plantas de un edificio cualquiera de Palladio, con el centro Pompidou, para entender su postura. En el edificio de Palladio encontramos jerarquías, relaciones numéricas espaciales, articulación. Existen recorridos principales y secundarios, las puertas se sitúan en los ejes, la composición discrimina continuamente entre estancias de primer y segundo orden, tanto en fachada como en planta. Los espacios se componen según relaciones armónicas: sus dimensiones se rigen por relaciones numéricas que pretenden una transición equilibrada, que rehuyen el azar, que no dejan hilos sueltos, que buscan que incluso la emoción intangible de recorrerlos esté matemáticamente definida. Los mecanismos compositivos -órdenes, proporciones, ejes- se pliegan siempre a ese apriorismo significativo. Son las reglas jerárquicas que impone el decoro social las que dictaminan el juego arquitectónico.

En el centro Pompidou, sin embargo es inútil recurrir a la planta porque sólo hay sección. Plataformas horizontales soportadas por enormes vigas trianguladas, que evitan los pilares, se repiten en toda la longitud del edificio, rehuyendo cualquier diferenciación entre los espacios. No hay articulación entre ellos, no hay jerarquías, no hay veleidades representativas –al menos no aparentemente, al menos no según los cánones establecidos-. Son los elementos funcionales, instrumentales, los más alejados del lenguaje arquitectónico, los que se exhiben impúdicamente. Sólo apreciamos una transparencia inmisericorde, que se apoya en lo menos artístico que tiene la arquitectura, la tecnología. Lejos de la concepción del museo como un espacio de dignidad, los modelos menos canónicos son los que los arquitectos tienen en su punto de vista, las estructuras industriales, sin ambiciones, las aparentemente más modestas. La estética de lo utilitario. Una radicalidad que de noche brilla metafóricamente como un rechazo a los viejos códigos. Las jerarquías han muerto parece exclamar. Hay una desaparición continua, en la que las formas son sustituidas por los flujos, y en la que el edificio queda reducido a la presencia de las personas que lo recorren o habitan.
Vaciar de contenido el edificio, exponer de manera casi impúdica estructura e instalaciones, apostar por la transparencia, sustituir la forma monumental por los flujos de visitantes, reemplazar lo simbólico con lo real –otra forma de simbolismo de todos modos- esos eran los rasgos difíciles de digerir para quien se había acostumbrado a entender la arquitectura como un sistema codificado de significación. Vaciar de contenido, de trascendencia. Renunciar. Restar. Prescindir del saber. ¿Puede eso ser entendido como un avance?



Puede. En la raíz del movimiento moderno habita siempre un impulso opuesto a la idea de estructuración, lo que podríamos calificar como indiferenciación, que refluye constantemente. Richard Sennett, aunque sea para criticarlo, lo capta perfectamente cuando intenta buscar vías de oposición al nuevo capitalismo (2)

La segunda expresión del nuevo capitalismo es la estandarización del entorno. Hace algunos años, durante una visita al edificio Chanin de Nueva York, un rascacielos art decó con sofisticadas oficinas y espléndidos espacios públicos, el director de una gran corporación de la nueva economía resaltó: “no nos convendría nunca. Los trabajadores podrían encariñarse demasiado con su oficina. Podrían llegar a pensar que pertenecen al lugar”… en efecto la política del enclave global genera un tipo de indiferencia con respecto a la ciudad… la compañía global recibe increíbles bonificaciones fiscales si permanece en un determinado lugar; una seducción rentable que es posible debido a la indiferencia que demuestra la compañía con respecto al lugar en que se localiza.
El nuevo capitalismo, el nuevo aislamiento. Richard Sennet. Quaderns, 238.
Más que con una esencia del nuevo capitalismo nos encontramos seguramente con una herencia de lo moderno. Una de las características de lo moderno ha sido siempre ese rechazo de la idea de acogida, renunciar para expresar. El espacio diáfano, las superficies sin aditivos, el entorno impersonal. La operación moderna consiste básicamente en una reducción y su verdadero campo de batalla está ahí, en conseguir que esa reducción se transforme en expresión. Justo lo que separa al funcionalismo de lo moderno es eso, la incapacidad de lo funcional para reconocer esa necesidad expresiva.
La indiferencia apunta hacia un cierto tipo de objetividad, en el sentido de rechazo de lo personal, de lo que posee autor, de lo artístico. Y como sucede en el caso de Sennet, ha sido el blanco de muchos de los que se sienten incómodos con la obra moderna, con su tendencia a la estandarización impersonal. Sin embargo es un rasgo clave de la actitud moderna, y muy probablemente contemporánea. Ese cansancio ante el poder del autor que debe decidir siempre, que debe dejar su huella presente en todo momento, que debe demostrar su maestría…
(3) En su lugar el interés se desplaza más que a la configuración, más que a la forma, a los procesos, más que al resultado al desarrollo. Lo ideal es tratar con estructuras que sigan una lógica, que respeten una ley no subjetiva que casi dicte las decisiones a tomar en cada instante. Quizás el mejor ejemplo de este cambio de actitud lo represente el Merzbau de Schwitters (4). El Merzbau es una obra con una apariencia precisa pero abierta. Ya no sigue el esquema del artista convencional que observa la forma desde fuera y la retoca constantemente, según sus criterios personales –y su buen saber hacer profesional- hasta conseguir la configuración correcta, sino que liga ese resultado final de la forma a procesos personales internos. La forma es más un medio de expresión que un fin.
El Merzbau es una instalación en desarrollo continuo. Schwitters recubre las paredes y techos de su apartamento con una nueva piel. Básicamente una estructura de madera blanca y yeso, que configura grutas cuyo fin es acumular objetos. La apariencia a la vista es uniforme, aleatoria pero comprensible, una serie de fragmentos no ortogonales adosados según un orden variable. Sin solución de continuidad, a lo largo de los años, va rellenando esas grutas, generándolas, con souvenirs, recuerdos, material encontrado, desechos externos e internos –lo que puede incluir desde orina y fragmentos de uñas propias hasta regalos de conocidos-, construyendo una especie de biografía personal petrificada. Los fragmentos se añaden, se cortan, se funden, se sepultan incluso, de modo que su apariencia nunca es definitiva, a la vez que siempre mantiene una cierta lógica. La configuración del apartamento varía con cada añadido pero no la percepción. El Merzbau enlaza con esa tendencia a la indiferencia de la modernidad tanto en el proceso como en el resultado formal. La relación con la forma es muy propia del espíritu moderno. A la vez no rehuye la fascinación de sus perfiles aleatorios, fragmentarios –la caída en el la mera apariencia-, pero simultáneamente rechaza la configuración cerrada, la formalización como fin –la razón de la forma es sólo la memoria, servir de soporte para la exposición de esos objetos insignificantes, despreciables, cuya importancia está asociada a la relación emotiva que mantienen o han mantenido con el artista. La razón de la forma es un rasgo externo, ajeno al proceso figurativo-. No es el fin sino el resultado de un proceso
(5). Lo mismo sucede con el modo de exposición. Hay una transparencia evidente. No existe una transición entre los elementos expuestos y los espacios de exposición –al estilo clásico-, un recorrido que permita generar al autor las condiciones, la atmósfera de esa exhibición, sino que objeto y gruta forman un todo indisoluble. La forma de exposición es el corte. Schwitters secciona –rebanando si es necesario literalmente la estructura original de la vivienda, la estructura añadida y los objetos contenidos, que inevitablemente se fusionan- y añade fragmentos para lograr las conexiones, llegando al punto de sepultar algunos existentes con otros nuevos. Hay una indiferencia, como señalaba Sennet, hacia el entorno, la atmósfera en que se expone la obra, pero no porque se intente romper la identificación del observador con el objeto, sino que porque se considera que este es ya lo suficientemente inteligente como para establecer la lectura correcta por sí mismo.
La actividad del Merzbau es un proceso personal en el sentido de que, por muy insignificantes que sean, la razón para la adición de los objetos reside en el grado de importancia que tienen para su autor, pero aspira a la objetividad del proceso abierto, que puede continuarse eternamente, variando sin perder su esencia, casi incluso si el autor desapareciese. Y a la vez es una demostración de hasta qué punto el espíritu moderno desconfía de las leyes establecidas, de la tradición transmitida, de la técnica, a favor de la imperfecta experiencia personal, mucho menos pulida pero mucho más intensa expresivamente. Rehuye el conocimiento a favor de la expresión desde mecanismos que pretende objetivos. 


La indiferencia es también un rasgo de la arquitectura de Koolhaas. Podríamos afirmar que la escalera mecánica es su elemento paradigmático. Como en los edificios corporativos norteamericanos más grises en los que tanto puso sus ojos al principio de su carrera, suele ocupar una posición principal en los suyos. Conformada industrialmente, sin ofrecer grandes posibilidades para realizar alteraciones estéticas, resuelve de forma eficiente y por completo carente de retórica el tránsito entre niveles distintos. Podríamos decir que es cómoda –calificativo que muy probable e irónicamente pondría nerviosos a quienes entienden la arquitectura como un ejercicio de trascendencia-. La escalera como elemento definitorio de los espacios de acceso ha sido un tema recurrente a lo largo de la historia de la arquitectura. Era uno de los puntos donde los arquitectos se podían lucir. Sustituirla por un objeto tan poco manipulable sólo podía ser entendido como una pérdida de atribuciones. Sin embargo la posición de Koolhaas es la contraria. Apostemos por la comodidad, por la rapidez. ¿Por qué? ¿Por qué no le preocupa a Koolhaas renunciar a parte de su autoridad? Como en sus edificios, Koolhaas muestra un cierto desinterés por los códigos retorcidos. Si podemos ir de un punto a otro mediante una línea recta por qué buscar caminos complejos. La industria ofrece un elemento terminado, cerrado, impecable. ¿Por qué debería el arquitecto buscar una alternativa? ¿Para demostrar su pericia? ¿No sería más lógico si hay un nuevo mecanismo y funciona preguntarse de qué modo es posible extraer de él arquitectura y ponerse manos a la obra, en lugar de seguir obviándolo para continuar aplicando caligráficamente los viejos códigos? ¿Cuánto es necesario desconocer de la arquitectura para ser capaz de generarla? (6)
Puede ser una escalera o puede ser un edificio completo. Si tomamos el caso ZKM en Karlsruhe de OMA y empezamos a preguntarnos qué queda en él de los viejos principios académicos es muy posible que nos descubramos enumerando qué es lo que no queda. No hay interés por la luz, por la forma, por el entorno, por el detalle, Eso que por fortuna siempre ha dado sentido a la arquitectura. Comparemos el ZKM con el Pabellón de Cristal de Bruno Taut en Colonia. A pesar de sus diferencias los dos pueden entenderse como una ascensión. Desde el suelo a la cubierta. Qué hay en uno y en otro. En Koolhaas hay pragmatismo y en Taut trascendencia.
El Pabellón de Cristal de Bruno Taut se construyó a principios del siglo pasado, en una época de innovaciones técnicas, de progreso, justo en el momento en que nuevos materiales y descubrimientos estaban apareciendo y ampliando las posibilidades de la existencia humana, prometiendo un futuro mejor. El pabellón debía ser una metáfora, una exaltación de esas nuevas capacidades. Una construcción pura de cristal, donde las viejas y pesadas edificaciones del pasado desaparecerían para dar paso a una vida llena de transparencia y luminosidad. Una vida utópica en la que por fin sería posible observar todo y no habría nada que ocultar, en la que la mezquindad habría pasado. El mundo avanzaba y los sueños eran posibles. ¿Cómo construye Taut esa metáfora? Nos ofrece una experiencia sensorial, en su edificio hay una clara idea de procesión, el autor nos marca el recorrido, nos tutela. Si en lugar de entrar por su acceso más llamativo, la terraza situada sobre el podio-montaña que nos coloca directamente en el nivel intermedio, accediésemos desde la gruta inferior, ascenderíamos desde la semipenumbra entre paredes macizas por una escalera-cascada con un óculo advirtiéndonos de la explosión de luz del piso superior, continuaríamos por unas escaleras curvas entre tabiques, suelos y techos de vidrio semi-translucido y acabaríamos en la rotunda claridad de la cúpula vítrea de su coronamiento, invadidos de luz. Miremos las fotos. Hay una clara sucesión de espacios, cada uno de ellos estrictamente definidos dentro del recorrido para producir una sensación definida. Está la cascada de agua en semipenumbra del sótano, entre ceremoniosas escaleras a costado y costado, entre paredes revestidas de cerámica que se intuyen de diversos colores, y al fondo, en lo alto, la franja de claridad que penetra desde la planta baja y el rasgo distintivo del óculo en el techo. Está la plataforma de acceso, marcada por el nacimiento de la cascada, casi con forma de piscina, y la luminosidad que el óculo proyecta sobre la cabeza de los visitantes, rodeada por esa franja de cristal tallado, salpicada con vidrieras de motivos semifigurativos, que veíamos desde abajo. Está el espacio comprimido de las escaleras curvas que nos conducen a la cúpula, donde perdemos la orientación por efecto de su geometría –son curvas-, del revestimiento –la luminosidad nos contiene, no la materia sino la atmósfera, tenemos vidrio en todas direcciones, sobre nuestras cabezas, a nuestros lados, en las huellas y sobre todo en las contrahuellas que construyen nuestro límite visual conforme ascendemos-, de la falta de transparencia –el pavés nos ilumina pero, translúcido, impide que veamos lo que hay más allá-, de la falta de escala –sólo un par de cilindros metálicos a modo de barandillas nos acompañan-. Y finalmente está la explosión de luz, esa bóveda acicular de enormes nervios romboidales conteniendo nada más que vidrio, donde una doble piel en el interior transforma las grandes piezas acristaladas que fuera veíamos enteras, en multitud de paneles multicoloreados, tiñendo de un ambiente surreal el espacio. Hay una foto en la que desde el exterior se ve a un individuo trajeado mirando hacia el horizonte detrás de uno de esos enormes rombos –su figura alcanza hasta un poco menos de su mitad, por lo que podemos adivinar que cada uno de ellos tiene la dimensión en alto y en ancho de dos figuras humanas- y en ese punto el pabellón parece una confrontación de tú a tú entre el individuo y el sueño de la casa de cristal, entre su existencia común y el desafío del nuevo tipo arquitectónico. Pero esa confrontación tiene algo de engaño porque sólo se puede captar en momentos robados como ese, porque en realidad esa confrontación no se da.
El visitante sigue el recorrido que le ha sido marcado, experimentando una tras otra las emociones que le han sido diseñadas, la penumbra, la compresión, la explosión de luz. Se trata de un personaje con autonomía tutelada, que sube ahí arriba para leer la metáfora narrativa que le ha sido escrita. Como la cúpula que se formaliza –esto se aprecia desde el exterior pero especialmente alzando la vista y mirando hacia su coronación- imitando las formas naturales –las brotes, las yemas vegetales- recurriendo al simbolismo, tan del gusto expresionista, de la reconciliación entre el mundo natural y artificial, Taut aún no confía en la capacidad del material para desnudarlo, para mostrar la virtud de sus cualidades, por sí mismo, y lo que hace es construir su experiencia, recurriendo a los mecanismos arquitectónicos aprendidos. El arquitecto todavía no es capaz de ver la fuerza que el vidrio posee para expresarse por sí mismo, y lo refuerza, mediante metáforas, para elaborar lo que aún no se atreve a soñar que pueda transmitirse sin añadidos, haciendo uso de todos sus saberes arquitectónicos. Como se ha explicado alguna vez la cúpula no imagina un nuevo mundo sino que lo construye, y en esa construcción se pierde, para bien y para mal, parte de su naturaleza.


Por el contrario en el edificio de OMA todas esas triquiñuelas -válidas de todas formas, y productivas como se puede apreciar en el pabellón de Taut- están prohibidas. Estamos jugando al juego de la arquitectura, un juego difícil, y todos los trucos del arquitecto deben ser borrados, porque si creemos en la arquitectura, si creemos que existe, podremos quitar todos los añadidos y, por sí misma, se manifestará. Es un juego difícil pero posible.
Koolhaas muchas veces traspasa la frontera y realiza obras en las que ya no queda nada, pero sin embargo, cuando acierta, se acerca de un modo inequívoco y brillante a lo que podríamos considerar como auténtica arquitectura. En el ZKM, como en muchos de sus edificios, concede todo el peso a la estructura, que construye el edificio. En el ZKM de Koolhaas la idea de ceremonia está radicalmente excluida. El edificio sufre un vaciamiento. Margina a un anillo periférico –provocadoramente situado en la franja principal, la fachada- todos los elementos de circulación y servicios, que pierden así la posibilidad de exhibir su importancia –tan lejanos de las escaleras circulares de Taut- desde el que apoya una serie de vigas en celosía que van de techo a suelo, que liberan el interior, en el que alternativamente se van disponiendo los espacios de la institución exonerados de la presencia de la estructura –que es inexistente en los niveles entre celosías o está abarcada en toda su altura, pilares sostenidos en el aire, donde nivel y celosía coinciden. ¿No hacía De la Sota algo parecido en el colegio Maravillas?-. Surge así toda una serie de espacios heterogéneos, independientes según los niveles, unos curvados, otros espigados, unos con vistas, otros cegados, unos planos, otros inclinados, en los que se ha prescindido de toda idea de transición. El usuario sube por los ascensores y los nichos-escaleras sin ninguna sensación especial y de repente se encuentra con los espacios en crudo, sin saber muy bien cómo ha llegado allí. No hay ninguna idea de ascensión, ninguna idea de manipulación expresiva, sólo la acumulación de espacios dispares, la confianza en su fuerza y la capacidad del usuario para vivirlos por su cuenta, para hacerlos suyos a su manera. Sin ninguna mano que los dirija como en el Pabellón de Cristal.
Quizás sea un trabajo de los arquitectos elaborar lenguajes para derribarlos cuando, una vez definidos y establecidos, la retórica con que se envuelven empieza a destruir su carga conceptual, y la obra de Koolhaas tiene el valor de despojarse crudamente de la retórica, de intentar mostrarse esencial, tal cual es, de alejarnos las mentiras. El edificio de Koolhaas funciona porque cuando quitamos todas esas cosas importantes para la arquitectura sigue quedando una y esa no deja de ser valiosa: el espacio. El ZKM es una confrontación continua entre la escala del individuo y la del edificio, del individuo que desprovisto del resto de elementos que comentábamos no puede dejar de comparar su tamaño con el del espacio que recorre. Entra en medio de un edificio gigantesco, busca pilares y no los hay, sólo el espacio de las salas.
El ZKM se muestra como un sorprendente ejercicio de indiferencia creativa –creativa, en el sentido de creación artística convencional; en el ZKM ni siquiera queda ya el simbolismo de la Biblioteca de Francia, donde las zonas de almacenamiento de libros creaban un entorno opaco que envolvía las piezas de lectura y el resto de salas significativas, a las que les estaba permitido adoptar formas singulares levemente insinuadas en el exterior- donde se considera que los espacios, dispuestos de una forma casi propia de ingenieros, poseen la fuerza suficiente como para que no haga falta sumar añadidos innecesarios. Donde sí puede realizarse esa confrontación entre el usuario y el material construido. Ese tipo de arquitectura muestra una cierta aversión a recalcar las cosas. Lo expresionista –no es casualidad que Taut resulte útil aquí para hacer una comparación con Koolhaas- está en la antítesis de esa posición, en la antítesis de lo impersonal.
Ya no hay sitio para el simbolismo narrativo del Pabellón de cristal. Hay una reducción morbosa del conocimiento. 


Más radical aun si cabe es la postura de Lacaton-Vassal. Si se trata de fijarse en modelos que difícilmente pueden ser considerados como arquitectura, para su casa Latapie en Floriac ellos eligen el invernadero. Y por una razón clara. Cuesta encontrar en el invernadero códigos elaborados. Su función es utilitaria, proporcionar una envolvente adecuada para los cultivos que se desarrollarán en su interior y económica, el parámetro que determinará su forma es el coste, ya que su único fin es aumentar la productividad de lo cultivado. Lo trascendental por tanto está extirpado, el servicio de la construcción va dirigido a simples plantas. El invernadero está muy cerca de la mera construcción. Rehuye los códigos lingüísticos de la arquitectura. Y eso es lo que lo hace atractivo para Lacaton-Vassal. Lo que obtenemos así es una reducción. El proceso de diseño de repente consiste en quitar todo lo que envuelve la construcción. Y la consecuencia es un extrañamiento. La vivienda como invernadero tiene la fuerza de una operación conceptual. Su resultado es ponernos a la vista lo que falta, el conjunto de mecanismos que juzgábamos necesarios para la presencia de la arquitectura y que han desaparecido. Si el resultado es efectivo, si obtenemos una obra arquitectónica, estaremos poniendo en cuestión los códigos convencionales que sirven para producir arquitectura.
La fachada es uno de esos códigos reglados que normalmente utilizan los arquitectos para dotar de dignidad a sus construcciones. Colin Rowe iniciaba su famoso artículo Las matemáticas de la vivienda ideal
(7), en el que intentaba reconciliar tradición clásica y moderna, con una cita de C. Wren que identificaba belleza con proporción. Hacía bien en agarrarse a las proporciones porque ahí podía demostrar el lazo que aún unía ambas tradiciones. Si comparamos una fachada de Le Corbusier, que ya es un arquitecto moderno, que ha hecho de la indiferencia su lenguaje, con otra de Lacaton-Vassal veremos cómo funciona este proceso constante de despojamiento. Como hemos visto Palladio y Le Corbusier pueden ser empleados para mostrar las diferencias entre lo clásico y lo moderno, pero Colin Rowe acertaba al hablar de proporciones, porque si hay un arquitecto al que lo moderno no le había extirpado las raíces platónicas, ese era Le Corbusier. Aprovechándose de los esquemas que había utilizado para vender la armonía de sus proyectos, Rowe reprodujo los análisis de los alzados de la villa Stein en Garches para evidenciar las conexiones con la tradición clásica. La fachada estaba compuesta por una serie de llenos y vacíos de proporción 2/1/2/1/2. Y las diagonales paralelas que allí aparecían dibujadas pretendían resaltar sólo una cosa. Que la proporción entre la base y la altura de la fachada era la misma que la que mantenían la base y la altura del balcón de la última planta y de la vidriera central y la puerta del garaje en planta baja así como, girada, la puerta de acceso. Que al mismo tiempo era idéntica a la que mantenían la suma de dos de esos módulos (1 y 2) con respecto a la altura de la fachada, y ya en la posterior, la franja maciza con la hueca que determinaba la terraza del primer piso, e incluso la diagonal de la barandilla exterior que conducía a la primera planta. Una relación que no viene a ser otra que la de la renacentista sección áurea. ¿Suena a algo? Si Palladio inspirándose en las armonías musicales había ideado un sistema de proporciones que mantenía la relación entre el ancho, el largo y la altura de cada cuarto, que mantenía la relación entre unos y otros, de forma que un recorrido a través de sus interiores era un paseo por una serie de espacios armónicos, Le Corbusier hacía lo mismo en sus alzados, donde sus elementos no podían definirse de forma individualizada, aleatoria, sino que formaban parte de un todo, al que en definitiva el resto del edificio debía amoldarse. Era la proporción lo que condicionaba el edificio: Palladio.
Le Corbusier estaba realizando eso que tantas veces había criticado, un ejercicio de composición -de hecho cuando alguien nos revela los mecanismos de compensación entre huecos y llenos, entre formas rectangulares y circulares, oblicuas y ortogonales, que constituyen el lenguaje espacial de Le Corbusier, ¿no nos está explicando que lo que regía sus formas era igualmente la proporción?-. Había sustituido las simetrías por los desplazamientos, la preponderancia de los ejes académicos por las contraposiciones de huecos y vacíos, de formas plásticas y austeras, la ornamentación por la abstracción racional, pero seguía entregado a los trazados reguladores. Sus logros eran tan evidentes que pocos podrán resistirse aun hoy a su atractivo, pero también es cierto que pocos hoy en día, por mucho que sus imitadores hayan seguido sus mecanismos incansablemente, se atreverían a repetir ese tipo de composición. ¿Por qué?


Quizás suene duro, pero si después de mirar Garches nos dirigimos a la vivienda Latapie en Floirac de Lacaton y Vassal, comprenderemos lo que le da valor: precisamente el rechazo a esa actitud compositiva. Ciertamente uno puede dejarse llevar por el encanto narcisista de entregarse a esos juegos pero, ¿cuál es el coste? No es cierto que la proporción no esté presente en Latapie, de hecho, si nos fijamos en su fachada principal está dividida en tres módulos, cada uno subdividido a su vez en cuatro partes, todas transparentes en el centro y dos transparentes y dos macizas en los extremos, lo que acaba dando además un distribución simétrica, pero cuando la observamos resulta más expresivo el contraste entre los baratos plafones de madera y el gris uniforme de los paneles de fibrocemento, que cualquier rasgo compositivo. El formalismo también está presente. Como se señalaba en el caso de Schwitters, parte de su atractivo procede de su ambigüedad, del contraste entre los mecanismos formales ambiciosos que se emplean y los medios materiales exiguos con que se ejecuta: en el exterior una fachada que ofrece dos caras, que juega con el parámetro temporal, que se abre y se cierra como un cofre, gris y sin ventanas, cerrada, totalmente transparente y cálida, abierta. En el interior, con distribuciones flexibles de espacios abiertos, según el abecedario moderno -sus propuestas siempre son más atractivas cuando se mezclan con mecanismos conceptuales, la vivienda que se abre como un cofre, el árbol que convive con la forma construida, el museo perfecto que admite las superficies sin acabar, que cuando se limitan a seguir su ética de la construcción concienciada, anti-espectacular, adaptada a los medios justos-. Pero todo dentro de esa clara voluntad crítica, de rechazo a los sobre-elaborados códigos establecidos –los paneles de fibrocemento mostrando en los bordes su nada atractivo perfil ondulado, los tirantes en los grandes huecos y las triangulaciones metálicas no disimuladas en la estructura de las puertas, el entramado que soporta los cerramientos de policarbonato que no oculta su visibilidad y falta de ligereza-. Como en los casos precedentes Lacaton-Vassal entre el conocimiento y la expresión, optan por la segunda. Afrontan el hecho de construir desde una actitud ética que les impide adoptar mecanismos compositivos superfluos, con un valor que sólo puede ser aceptado por encima de la estética del uso –como en el caso del invernadero convencional-, y eso les permite poner en duda los códigos formales que se dan por sabidos. Si entendemos en definitiva la fachada como elemento compositivo. Aquí no hay composición. ¿Debería no haber ya arquitectura? (8)
Como intentaba sugerir en el caso de Koolhaas, los procesos cuando se repiten pierden su carga conceptual. Nuestro espíritu de corrección –en el sentido de rigor- nos impulsa a aplicar los conocimientos adquiridos para obtener resultados cuanto más perfectos mejor pero existe un factor de corrección –en el sentido de rectificación- aún más elevado. Contra ese juego narcisista –autocomplaciente pero que ya no explica nada- de aplicar los códigos gastados, actúan los procesos de indiferenciación, cuestionándolos incansablemente, aplicando técnicas de borrado hasta reducir la arquitectura a un mínimo que permita que afloren nuevos procesos de significación.




Lo nuevo y lo viejo, ¿qué hay de nuevo, viejo?


Esta lucha entre el conocimiento y la intuición, entre el saber y la curiosidad es algo propio de las corrientes contemporáneas. Incluso entre quienes aceptan los códigos convencionales. Ciertamente toda exploración implica una componente de especulación a partir de un conocimiento, de un saber consolidado, pero también otra de apuesta ciega, de búsqueda de lo desconocido, del hallazgo afortunado por encima de lo que se sabe. Quitar lo que reviste de autoridad a favor de la sinceridad. Fue Beuys quien se empeñó en construir una obra que transmitiese un mensaje claro: no hay separación entre la vida y el arte. En el mismo plano se mueven esas actitudes. Aceptar que el arte está al mismo nivel que la vida transmite un mensaje desestabilizador, supone bajar de su pedestal a la obra de arte. Cuestionar sus altas miras. Si el arte está a la altura de la vida, de nuestra existencia, no es el saber sino la intensidad lo que nos conducirá al éxito. Cualquier persona, con los medios más escasos puede producir arquitectura con la única condición que se tome el empeño con la suficiente curiosidad, con todas sus energías. Un niño lo suficientemente despierto, si se desprendiese de las imágenes preconcebidas que inevitablemente también habrá heredado, sería capaz de proyectar. No necesita conocer, necesita buscar.

La célebre reflexión de Walter Benjamín sobre el cuadro Angelus Novus de Klee más allá de su cariz conservador o no, puede sernos útil aquí.:
Hay un cuadro de Klee que se llama “Angelus Novus”. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y éste deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que llamamos progreso (9).

¿Y si lo que el ángel estuviese mirando fuese el conocimiento? ¿Y si el huracán que empujase sus alas fuese la curiosidad? ¿No estaríamos construyendo una metáfora del espíritu moderno, contemporáneo; donde tenemos una amplia montaña de conocimiento a nuestra espalda pero siempre hay un viento fuerte que nos impulsa a seguir buscando, a seguir lanzando hipótesis aventuradas para alcanzar nuevas metas que serán abandonadas una vez halladas? ¿Por qué sino entendemos la práctica arquitectónica como una búsqueda? ¿No estamos afirmando que cualquiera puede ser arquitecto, incluso el que tenga la maleta más desprovista de conocimiento, con sólo una premisa: poseer curiosidad?









1. Dominando el Domi-no. Luis Rojo de Castro. CIRCO, 120.

2. No estamos hablando de pereza. La imagen que mejor podría expresar ese concepto de indiferencia resultaría nuevamente de comparar la planta de cualquier vivienda de Palladio, con la villa Savoie de Le Corbusier. La vivienda de Palladio es un mecanismo matemático. Posee un orden bien estructurado, perceptible, cada estancia ocupa su lugar. Estructura, construcción y espacio forman un todo indisoluble, en el que la alteración de cualquier mínimo elemento provocaría una disonancia. Cuando estamos en un punto de la casa estamos en un punto de ese mecanismo matemático, no estamos en un lugar, estamos en un espacio. En la villa Savoie la estructura –una retícula indiferenciada de pilares- no guarda una relación estricta de orden frente a las formas sólidas, los muros, ante los que presenta encuentros muy diversos, las estancias se adosan unas a otras, su disposición no es legible desde el exterior, aunque su situación parte del cumplimiento de un cierto número de requisitos concretos, nada impediría modificar su estricta ubicación, su dimensión. Si la estructura en Palladio –estructura muraria, portante- por ser el elemento básico, inexcusable, de la construcción, casi determina la arquitectura, casi está en el origen de la misma, en Le Corbusier en cambio parece no tener más objetivo que ofrecer una cierta facilidad, no coartar en exceso las formas construidas. Los elaborados juegos de simetrías y disimetrías, de contraposición de llenos y vacíos en Savoie, tienen por objeto no magnificar la dimensión simbólica de la construcción sino remarcar su concepción dinámica, intensificar la emoción fenomenológica de quien recorre su interior a través del eje que define la vivienda. El espacio matemático palladiano, que es una matriz lineal que uno atraviesa hasta impregnarse de sus formas sólidas, donde el individuo se somete al edificio, donde todo está en su sitio, las ventanas en las paredes, los techos sobre nuestras cabezas, el piso primero encima de la planta baja, lo posterior tras lo anterior, da paso al mecanismo expresivo lecorbusieriano, donde el orden se pliega a la experiencia individual –variable, llena de matices- que es la que determina la forma del edificio. En Savoie no tenemos un dispositivo matemático perfectamente engrasado, tenemos una rampa que recorre el edificio de principio a fin, un itinerario, tenemos un recorrido emocional, matizado por la luz, por la variabilidad del espacio, en el que las irregularidades, las incorrecciones, la diversidad, no perjudica sino que beneficia. La destrucción del orden da paso no a la pereza sino a la intensidad. En Palladio el intérprete de la orquesta tiene prohibido desafinar, en Le Corbusier incluso una nota desafinada tiene el valor de ser una muestra de la naturaleza humana.

3. Cuando Mansilla-Tuñón dudan sobre la conveniencia de mantener el color en las fachadas del MUSAC de León, y se encuentran con la sugerencia por parte de la propiedad de no renunciar a él, hallan la solución no en un método proyectual, en un procedimiento compositivo, creativo, artístico, sino en un proceso, en un acto, la transformación mediante un pixelizado de las vidrieras de la Catedral de la ciudad. Este tipo de mecanismos pueden ser ampliamente seguidos en la obra de Herzog y de Meuron para conseguir resultados artísticos, para simular procesos creativos sin autor. donde no manda la mano, la intuición excepcional del maestro, sino procesos objetivos regidos exclusivamente por la mente, que no exigen destreza sino esfuerzo intelectual, más apoyo logístico, más software informático –cálculos en definitiva- que práctica manual.

4. Kurt Schwitters’ Merzbau: the Desiring House. Jaleh Mansoor. Invisible culture, 10

5. En ese sentido, lo informal –lo alabeado, por hacer una reducción, en oposición a la idea de lo ortogonal convertido en icono estético- muestra su raíz moderna cuando, como se ha señalado en más de una ocasión, no alude a lo que carece de forma, sino a lo que no es formal, lo que no es serio, riguroso, lo que no es concienzudo. Es una condición recurrente en lo informal el rechazo a lo acabado, a lo perfecto. Con frecuencia sus configuraciones más logradas no remiten tanto a una exquisita perfección en que cada arista supone un hecho estético en sí, como un elogio a lo que no es estrictamente delimitado, a lo que carece de bordes precisos, a lo que no está sólidamente configurado. Esta arista está aquí, podría estar allí, lo importante es que no sea contundente. Por eso no es extraño que incluso algo tan pragmático como las regulaciones administrativas pueda determinar literalmente la forma del edificio- Mvrdv urbanización en Delf, Sanaa casa pequeña en Aoyama, HdeM edificio Prada en Tokio-.

6. Eso es justo lo que Sennet reprocha. Sennet no puede ver ningún valor en la estandarización impersonal, sólo una renuncia, mientras que la pregunta que Koolhaas, como otros, se plantea, es ¿cómo puedo convertir la estandarización en expresión? En el caso de la escalera mecánica la respuesta es sencilla, si la escalera mecánica hace más cómodos, menos fatigosos, los recorridos para el usuario, puedo hacer que estos sean más largos, es decir, puedo incidir en la escala del espacio.

7. Manierismo y arquitectura moderna y otros ensayos. Colin Rowe. GG.

8. Si pensamos en fachadas paradigmáticas de los últimos años, la casa en Floirac de OMA, el nuevo museo De Young en San Francisco y el museo y centro cultural Óscar Domínguez en Tenerife, ambas de Herzog y de Meuron, el rechazo a la composición convencional es idéntico. El orden aleatorio de sus elementos responde a una voluntad de oponerse tanto a la modulación convencional como a una composición “artística de esos órdenes irregulares”, buscando procesos abstractos y complejos -pixelizados, desenfocados, un input controlado para resultados aparentemente difusos- que el software informático actual permite.