noTENGOmoleskine

La arquitectura como juego

Arquitecturacoam n 342 English translation embedded

La esencia del flâneur es la duda. Caminar sin meta. Recorrer las calles sin más cometido que el de experimentar los sucesos que tienen lugar a medida que se avanza. Su duda va contra el sistema. Si el objeto del ser en sociedad es producir, llevar a cabo una actividad que revierta en beneficio de quienes le rodean, es decir, trabajar, el flâneur es el ser improductivo por excelencia. No sólo no detesta su falta de productividad sino que ve en ella un valor. Allí donde no debería haber nada él sabe que en realidad se abre un mundo completo de experiencias. No sólo eso sino que hace de ellas su sentido, de la falta de meta una meta.




Un pilar se levanta en medio del terreno. Y una fina losa de hormigón con forma de y cruza un importante núcleo de circulación de lado a lado. Esos cuerpos sólidos no se tocan. No hace falta. Unos tirantes de acero unen lo que soporta y lo que es soportado y le transmiten esa sensación de ligereza, de flotar en el aire. Es la pasarela de Leonardo Fernández y Javier Manterola en Barcelona. Recuerdo, cuando era adolescente, el placer de atravesarla, en plena noche, sin nadie a mi alrededor, elevarme sobre el tráfico y ver la ciudad unos metros por debajo de mis pies, como quien penetra en el aire. Después se decidió que el lugar de los peatones está en el suelo y no en el cielo, que los coches deben pagar pleitesía a los que caminan, y tráfico y peatones recuperaron el mismo plano y los puentes se derribaron y la pasarela se desmontó y se trasladó a otro rincón marginal.
Miralles y Pinòs diseñaron una vez un puente en Lleida –buscar otro de A+PS en que la estructura que salva orilla y orilla se reviste de enredaderas y flores, en que la gente se dibuja no cruzando sino charlando, mirando, sentándose en una mesa- que se detenía a mitad de camino, en el aire. Para observar desde allí las copas de los árboles, escuchar el murmullo de la corriente...



Desde el principio esa necesidad estuvo ahí. Formas que aspiran a flotar, que parecen inestables pero no se caen. Sólo había un modo de soportar las pérgolas de Parets del Vallès. Un plano, una viga, un pilar. Los planos se sostienen como naipes recién lanzados al aire, arrojan sombras en el suelo y no se caen –no siempre, claro-. Frágiles y robustos. Los bancos del suelo siguen el mismo esquema.
Esa farsa, la farsa de los edificios que vuelan, es de la misma pasta de las mentiras literarias. Ficciones que han de seguir sin excusa unas leyes fortuitas, construcciones que han de amasarse con ilusiones, con escenas inventadas, ningunas copiadas de la realidad, aunque hayan sido inspiradas por ella, pero todas lo suficientemente bien elaboradas como para que resulten verídicas, no reales pero sí posibles. Para que nos las creamos – traguemos-.
Esa necesidad siempre estuvo presente en Miralles, tanto en la etapa que compartió con Carme Pinòs como con Benedetta Tagliabue. Podemos seguirla en casi todos sus proyectos. Ese espíritu de quien osa hacer posible lo imposible, sabiendo que no se trata de una proeza, de un gran desafío, sino de una forma de situarse en el mundo.

Hay un cuadrado en la pared. Después hay otro desencajado en su interior. Y es una ventana. El segundo es necesario, una ventana para dar luz, el primero no. Y el juego consiste en hacer consistente ese contraste de rectángulos, mostrar libertad a través de la dislocación de sus perímetros. Avanzando por una de las calles laterales, viejas y estrechas, insalubres, que bordean el mercado de Santa Caterina, esa imagen es el final de la perspectiva, todo lo que se nos ofrece a la vista: la fachada. Después se pinta de feos tonos pastel y se protege con una persiana de madera y uno se pregunta qué queda de la brillante idea inicial –se lo pregunta, no afirma que no quede nada ya, tampoco que permanezca-. Se lo pregunta sólo, porque en este caso el resultado final parece incluso mejor.

Hay un bulto alargado, como una joroba. Y es una cubierta. El gesto se repite. Podría ser ese elefante que Expury soñaba en el interior de las boas. Una cubierta con bultos como jorobas, como elefantes. Deformada. ¿Es imaginable algo mejor como edificio? Después surgen unas pesadas estructuras de madera que niegan toda ligereza. Siempre esa necesidad constructiva... Después unos hexágonos de cerámica fragmentada, con todos los colores imaginables. La pesada referencia gaudiniana...

Hay una doble curvatura, por debajo de la cubierta que cubre parte de las gradas. Y una representa una pared maciza, alta, blanca: un plano. Y la otra las mismas gradas que vuelan sobre el acceso: un voladizo. Apoyadas en pilares que siguen un ritmo homogéneo. Y una doble rampa sigue la directriz del muro. Y en su mitad se abre un hueco irregular, como una puerta, como una ventana, por el que nos colamos en su interior. Y lo importante es dejarse llevar por esa doble inflexión curva, por esa insinuación de movimiento. Carece de importancia que se trate del acceso principal o no.

Hay un edificio muy feo. Tiene unas cubiertas inclinadas hacia dentro cortadas por la mitad. Y vacíos en alguna esquina y una diagonal enfatizada. Y recuerda vagamente al pabellón de Melnikov porque esa diagonal aparentemente divide el edificio por la mitad. Luego el interior sigue la dirección de esa diagonal. Y las puertas y ventanas parecen querer plegarse. Y el centro de la casa está ocupado por espacios de almacén. Y todos los rincones están dibujados hasta el absurdo, hasta el detalle más nimio: una olla, unos cubos de basura, una escalera. Como si lo importante de la arquitectura fuera la domesticidad. Como si ningún espacio tuviera sentido hasta que no le imprimes las huellas, hasta que no lo haces tuyo.



Hay un edificio alto, una torre que sigue la gramática de Mies. Retícula exterior, prisma puro, coronamiento. Pero al lado la acompañan dos torres más. Más pequeñas, como si tanta altura fuese una temeridad, como si quisiesen adaptarse al entorno urbano más modesto renunciando a su agresividad, mostrándose humildes. Y entre las torres surge un espacio intermedio que es un trozo de ciudad, al que se sube por unas escaleras. Y las esquinas se achaflanan, como si hubiese que abrir las vistas desde la calle, como si el sacrificio de renunciar al prisma puro fuese insignificante frente a primar la visión del transeúnte.

Hay un edificio que es una escuela de arquitectura. Y tiene cubiertas planas y cubiertas inclinadas. Y muros gruesos y delgados. Y ventanas grandes y pequeñas. Y paredes rectas y oblicuas. Y una logia. Y un núcleo de comunicaciones macizo que asciende en mitad del edificio como una especie de chimenea. Y un frente con forma de frontón partido. Y las cosas pesadas están abajo y las ligeras arriba. Y hay diferentes modos de recoger la luz, según la orientación, según la posición. De acuerdo, es una escuela, una escuela de arquitectura. Y tiene elementos didácticos. Pero se agradecería que hubiera algo más que elementos didácticos. O algo menos, vaya.

Qué hay de Miralles en Smithson, qué de Smithson en Miralles. Siempre me lo he preguntado.



Solidez

La ligereza es una de las propiedades que asociaríamos a una arquitectura formalista. Cuando se está construyendo un mecanismo abstracto autónomo, que pretende regirse por sus propias leyes, nada más que esas leyes tiene importancia. Un edificio-objeto no tiene techos, no tiene suelo, no tiene estructura, no tiene programa. Como mínimo, aunque estén ahí, no tienen ninguna necesidad de explicitarlos, de hacerlos comprensibles, porque su juego consiste en depurar su imagen. Una arquitectura fragmentada no debería ser sólida.
Hay algo extraño en esa escuela. Tiene muros de hormigón. Prefabricados en apariencia. Y ventanas de acero corridas –como típicas galerías gallegas-. Sorprendentemente monótonas en alguien que hace de la libertad su norma. Y cubiertas de chapa. Y elementos industrializados por todas partes que dan a algunos de sus interiores la apariencia más de naves industriales que de espacios académicos. Si miramos sus plantas las piezas se dislocan, se disponen en abanico intentando transmitir una cierta fluidez espacial. El edificio se eleva sobre el suelo, vuela, aspira a ser una sucesión de fragmentos, pero su apariencia no es ligera. Ocurre también en Escocia. Los barcos varados están ahí, pero su apariencia es extrañamente sólida, posee una curiosa sintonía con las construcciones vecinas, edificios de piedra, ruinas clásicas, montañas, como si los cuerpos recién construidos no fuesen radicalmente modernos al modo en que aparecen en las maquetas, como si no fuesen nuevos. Hay cubiertas, hay ventanas, hay suelo. ¿Dónde están por ejemplo en Gehry, en Mayne, en Owen Moss, las jácenas que soportan, que expresan el peso de los elementos a los que sirven de sustento –no es esto una crítica, es una comparación, si hemos de construir casas, que no lo parezcan-? Todo parece diluirse en ellos en un orden abstracto que no está preocupado más que en expresar su propio carácter aleatorio. No así en EMBT. En Vigo podría explicarse quizás en sección, las cubiertas se inclinan para configurar espacialmente las aulas, abriendo lucernarios –referencia a los Smithson- en su zona intermedia, cuya disposición se repite en las diversas salas, es decir, que nacen de su interior, no estrictamente del exterior. Hay en EMBT una recurrente tendencia a buscar una conexión entre lo que sucede en el interior y en el exterior, por explicar los mecanismos constructivos de sus edificios. El edificio se abre en el medio pero, exagerando, sirve para mirar el cielo. ¿Un bromista que sufre arrebatos de seriedad?
Como hay algo extraño en esa residencia femenina. Las ventanas aspiran a tener el ancho de las habitaciones. Las unidades se repiten, sin miedo a expresar la organización del propio edificio. Se trata de un edificio serio. Que explica su posición en el mundo. Hace falta haber admirado a Mies para saber lo que hay de homenaje a su arquitectura en él. Y a la vez la preocupación por los habitantes reaparece. Se necesita un elemento horizontal, a la altura de la cadera, para quitar el miedo de quienes se asoman a las ventanas y otro casi a la altura del techo para tener la sensación de que nos estamos protegiendo de las radiaciones solares y otros más, oblicuos, horizontales o verticales, para creernos arropados, para tener la impresión de no enfrentarnos directamente a las vistas de la calle. Y lo que surge es un entramado de madera que le proporciona al edificio la apariencia de un osario. Los niños actúan así. Cogen un lápiz y dibujan un prisma puro y luego se sienten atraídos por una esquina sin pensar en el conjunto y empiezan a manipularla y luego otra y luego otra, y el resultado final es un conjunto heterogéneo inimaginable al principio. No se entiende a los Smithson sin esa voluntad por hacer descender las formas hasta el suelo de lo cotidiano. ¿Arquitectos serios que no pueden resistirse a jugar con sus edificios, que comprenden que sólo las manipulaciones distraídas proporcionarán vida a sus edificios? Una construcción como ésta puede considerarse precursora del high tech, pero no hace falta rascar mucho para adivinar las diferencias. Lo que hay allí de exclamación retórica, de exaltación de la técnica, es aquí una lección de sencillez.

Juego, 1

Existe siempre una negación de los roles establecidos en el juego. Se llega al juego limpio. No importa quién se ha sido, la posición que se ocupa en el mundo, en el juego todos son miembros de la misma clase. Esta situación se repite a cada partida. Con el gesto de tirar los dados la posición que se alcanzó en la partida anterior desaparece para volver a tentar la suerte desde cero. Hay siempre en el juego un regreso a la infancia, una agresión contra el espacio adulto, capricho frente a trabajo.

Es un rasgo de los niños traviesos intentar hacer justo aquello que les han prohibido. Colocar una casa pegada a la pared, exactamente en la esquina, en el límite de la parcela. Construir una medianera donde es posible tener todas las paredes exentas, acercarse a los ruidos cuando lo que se busca es enclaustrarse, mirar a la calle cuando lo que se exige es un mundo introvertido, silencioso, retirado. Que el límite entre la pared y el objeto-edificio se diluya. Que esa pared adquiera grueso, abajo un seto, arriba un banco, que se convierta en espacio para caminar, para jugar, para mirar, parapeto, balcón, divisoria. Pintar los elementos sólidos de un mismo color. Y llamarle la Casa Amarilla.

Como que no lo sea fundamental sino lo accesorio lo que determine la forma de las cosas. Que no sea el programa el que dicte la forma del edificio sino los muebles obligando a los muros de una vivienda a plegarse o los gestos de un niño delimitando los volúmenes de una casita de madera. El juego como oposición al pasado, a la historia, a la realidad.

Topografía 1



Puesto que hay planos que suben y bajan parecería que hablamos de paisajismo. Ese preciosismo, sería ridículo afirmar lo contrario, no está exento en unos proyectos que surgen de la planta, que son esbozados sin descanso, hasta encontrar la síntesis afortunada. Quizás hay algo de reproducción consciente de los mecanismos infantiles en lo que a veces explicaba Miralles. Un niño que tuviera la potencialidad para transformar el mundo actuaría así: le dan un espacio y empieza a deformarlo, agarra una línea, tira de ella, la sube hasta el límite de su cabeza. Coge otra, la desplaza hasta el borde que marcan sus pies, la eleva a continuación hasta sus rodillas, la vuelve a dejar caer. En cada gesto, inconscientemente, está haciendo suyo el mundo. Le da su escala. Pero no se trata sólo de eso, lo que verdaderamente lo aproxima a los métodos pre-adultos es la necesidad de obtener una toma de contacto con los lugares fenomenológica, telúrica, que genere empatía. Una aproximación que desconfía del ojo, de la razón, para entregarse a los sentidos, a las emociones. Entender el suelo como algo que se toca, que se pisa, sobre el que uno se apoya. Una foto no sería suficiente para comprender esos edificios, habría que visitarlos, recorrerlos, olerlos… También eso, si se me permite, es dudoso. La componente abstracta que, de igual modo poseen, permite reconstruirlos desde un plano, desde una imagen. Pero sin olvidar sus motivos. El edificio no quiere ser objeto sino lugar.

Sólo cuando uno mira con atención el Pabellón descubre esa ventana. Esa ventana no está en el Pabellón. Está en el muro. Del mismo que sólo cuando, observamos por enésima vez los edificios de EMBT, descubrimos esas líneas en el suelo alargándose como brazos –como las gradas de hormigón reteniendo taludes de hierba en Edimburgo-. El edificio crece desde los pocos centímetros en el borde del solar hasta los varios metros en su centro, donde ya es habitable, donde ya es interior. Sin ruptura. Ocurre en Edimburgo y ocurre en muchos otros proyectos. Muros que se convierten en ventanas en las que uno apoya los brazos y mira al otro lado. Las fotos del Pabellón de A+PS que interesan son ésas. Desde fuera donde revestimiento de chapa y de piedra se quiebran, donde las ventanas son atravesadas por esa línea que separa tapia y vivienda. Desde dentro, pegados a la pared, donde ésta se prolonga en el plano de la casa. El objeto quiere ser mundo. Eso se entiende también en los planos de situación de EMBT, un muro se prolonga, una cubierta se empotra en el terreno. Y en su fracaso inevitable. Cuando miras esos emplazamientos se reconocen por sus manchas, hay una variación de densidad, hay un aumento de marcas –como les sucedía a las obras modernistas con respecto a sus construcciones vecinas- que no se repite en el entorno. El edificio quiere extenderse a todo el espacio que le rodea pero choca con los límites de su propiedad. El edificio se convierte sólo en mundo dentro de los límites del solar. También en A+PS, en el concurso para la universidad de Sheffield, por ejemplo. Hay diferentes niveles, puentes. Peatones arriba, tráfico abajo. Esas plataformas, como en Berlín, aspiran a extenderse en todas direcciones, a abarcar el universo... Pero se acaba el edificio. Se acaba la parcela y las construcciones vecinas ignoran el orden prometido, y la cota del suelo se retoma.

Construir los edificios con vistas, sombras, caminos, pavimentos, curvas de nivel, no con metros cuadrados, no con compartimentaciones, no con usos. Cos gestos, con trazos que se repiten, no reaccionando frente a la topografía, intentando construirla. Como en Hamburgo. Es el árbol el que da forma al edificio y no al revés. Es un intento fallido pero está ahí.

Aún hay un rasgo más, un rasgo de futuro. En ocasiones el lugar no está construido del todo hasta que no ha crecido el último árbol. Mirar Vigo. Nada nuevo, claro.

Periferia



Lo periférico es al espacio lo que el juego es a la realidad. Es periférico lo que no está en el centro. Se trata de un concepto negativo. Entendemos que algo es periférico en cuanto que muestra una carencia. Entornos urbanos que nos hablan de un momento que ya no existe pero que sin embargo se muestran válidos para establecer un diálogo con ellos desde nuestras convicciones presentes) es que una potencialidad anida en lo periférico. No se trata simplemente de una presencia (el cuarto de los trastos en cuanto que espacio marginal en relación con las estancias principales de la vivienda) sino de algo más profundo: un concepto. Es posible entender lo periférico como una actitud, una respuesta ante la vida. Actuar desde lo periférico
Hay en el recurso a lo periférico un impulso revolucionario: demostrar que lo que no tiene valor lo posee.

Parece una fachada hecha con ladrillos perforados en su canto visto, pero no, nos equivocamos, es una expresión de lo periférico. El acabado de mortero resigue los contornos de los ladrillos. Se detiene donde considera oportuno, dibuja borrones asimétricos. Se trata de una composición. El tabique de ladrillo está colocado al exterior y su cara menos digna, la perforada, vista.
Los diferentes muebles están perfectamente aplomados y, sin embargo, no tienen ningún reparo en compartir su espacio con las vigas exentas del techo, plagadas de irregularidades, combadas. Las paredes se detienen en no pocas ocasiones antes de llegar al techo. Se retranquean. Hay barandillas de hierro forjado pintadas de blanco completadas con otras de dimensiones casi gemelas pero opuestas formalmente –un pasamanos de pletina de acero se complementa con otro de madera-. El lucernario es exagerado en tamaño. Y blanco. Y su lenguaje es claramente moderno. Asimétrico. No le importa que las vigas a las que se agarra, las mismas de antes, hablen un dialecto diferente, de otro tiempo, el propio de un edificio rehabilitado que no quiere esconder sus orígenes. ¿Por qué habría de importarle?
Todo en La Clota es periférico.

Como son periféricas esas superposiciones de bandas de papel de seda de diversos colores convertidas en composiciones policromas.
Son periféricas esas combinaciones de cilindros de papel semitransparente colgados del techo, vaciados con tijera hasta convertirlos en verdaderos captores de luz. Recortes, desechos, papel de embalar concebidos como material arquitectónico. Están al borde de la arquitectura, en el margen, construidos con elementos que no le son propios y sin embargo son arquitectura. Bandas como generadoras de sombras, cintas, pérgolas, qué mas da -puedes contemplar esos lazos de formas irregulares que adornan una puerta de piedra, su imagen no te llamará la atención, pero son sus movimientos, las sombras que proyectan sobre los muros lo que de verdad importa -. Quien no tiene encargos y es arquitecto por vocación -no por deseo sino por necesidad- hace arquitectura con papel.

Tenemos que verlo en crudo, como en La Clota, pera reconocerlo. Lo periférico siempre estuvo presente en EMBT. La cubierta que no sigue el límite de la planta que cubre. Los elementos de mobiliario urbano que muestran una estructura exagerada. ¿Alguien dijo una vez que se sabía que un edificio empezaba a fallar cuando la cubierta no coincidía con lo que cubría?

Topografía 2


 


Lo que el recurso topográfico tiene de juego es la componente caprichosa, innecesaria. Ese no conformarse con el rol de edificio, con su naturaleza. Tratar ir más allá. Hacer del objeto territorio.


Es un vacío y está entre edificios. Sentimos lo que hay bajo nuestros pies y lo experimentamos perfectamente plano, pulido. Pero se trata de una montaña. La hemos contemplado antes, después, en reconocidos proyectos suyos, Golden Lane, Robin Hood Gardens. Ese vacío no es un vacío, no es un hueco, es un mecanismo topográfico. Un mecanismo topográfico en cuanto que nos separa del suelo. Hay una construcción nueva: hay una topografía artificial. A cada forma sólida le corresponde una oquedad espacial a la que circundar. Quien sube allí lo hace por un motivo. Porque se dirige a las oficinas de una conocida revista o porque es un vagabundo, un ocioso. El resto de transeúntes ha sido desechado. Elevando el espacio, no temiendo entenderlo como lo que queda entre edificios. Lo vemos en las fotos. Hombres solos. De varias décadas atrás, algunos con bombín. Sin reconocer pero seguramente experimentando esa variación de la cualidad del espacio. Estamos en un espacio simbólico que se ha construido sin la forma, sin retórica. A veces se recurre a los árboles para explicar las obras de A+PS, de EMBT. Los árboles dan sombra, ofrecen cobijo a quienes se les acercan, crean lugar. Ese vacío posee las mismas propiedades. Es un espacio-árbol.

Es un vacío y está entre nichos. Un resto entre hileras sólidas. Un corte en zig-zag no por encima del suelo sino por debajo, y lo llaman cementerio.

Racionalidad



El rechazo de la claridad cartesiana reside en ese punto –en las estrategias del caos-azar siempre se ha puesto el acento en el caos cuando en verdad donde parece estar es en el azar- no es un capricho, en una ansia de empirismo. Si la operación racional renuncia a lo empírico por ambiguo para crear una verdad autónoma no contaminada por los nada fiables datos reales, la expresionista necesita crear una red ambigua, una trama compleja en la que se mezclen esos datos contrapuestos que rastrea a pie de tierra, esa realidad para descubrir no una verdad sino pequeñas certezas. La claridad produce certezas absolutas y la actividad expresionista lo que pretende sin embargo son el tipo de conocimientos que surgen de los datos ambiguos. Los bocetos, la acumulación de marcas de EMBT –al final se podría decir que sus obras concluidas, cuando son afortunadas, no son sino bocetos- pretenden construir una malla densa, una estructura –gráfica no constructiva- que sirva de intermedio con la realidad, una mezcla en la que la acumulación de elementos y trazos sea contradictoria y permita múltiples interpretaciones porque lo que se está buscando es un factor de sugerencia, un accidente, un elemento del que no se tenía conocimiento antes de empezar a rasgar el papel.

Se ve en uno de los cuerpos en que se fragmenta la propuesta de EMBT para el auditorio de Copenhague. Hay dos líneas de definición del sólido en el nivel superior y tres de los pilares que han de soportarlo en el inferior. Todas confinadas dentro de directrices sinuosas. En realidad se trata sólo de dos filas de columnas. Cuando la libertad que exige el movimiento de la curva incrementa el voladizo lateral y la luz a salvar se vuelve excesiva, el problema no se resuelve renunciando al desplazamiento sino que aparece una tercera franja, que además no imita el ritmo de las gemelas de pilares, sino que desaparece se camufla camuflándose en la que definía al sólido, justo encima de ella, consiguiendo así preservar la fluidez espacial. Frente a la racionalidad que suele someter los problemas dentro de un orden lógico –en el que la situación de los pilares ya está marcada- aquí se permite que sea la fluidez espacial la que dicte las normas, la que determine incluso la ubicación de los elementos estructurales.

Se ve también en La casa del futuro de A+PS. Lo importante no es que sea ortogonal u oblicuo, completo o fragmentado, curvo o recto, lo importante es que el proceso se convierta en mecanismo. Mecanismo de exploración. Las paredes son todas de plástico. No hay rectas, no hay pasillos, no hay bisagras. Todas las esquinas son redondeadas. Se titula La casa del futuro, pero más que una proclama, una demostración de cómo ha de ser el futuro, parece ser una exploración de las posibilidades del presente. Se toman materiales recién aparecidos y se prueban, se juega con ellos, olvidando las costumbres conocidas, intentando descubrir sus potencialidades. No es una declaración es una búsqueda.

Consciente o inconscientemente Deleuze está detrás. Ese rasgo de incluir el azar, lo exógeno, de entender nuestro entorno como un ámbito abierto, advertir que todos los elementos que componen nuestro campo subjetivo, cuando se vuelven relevantes dentro de él, son susceptibles de ser incorporados a la realidad, no a nuestra realidad subjetiva sino a la completa realidad del mundo –signifique ésta lo que quiera significar- es uno de los mayores hallazgos de los enfoques, si queremos etiquetarlos así, posmodernos. Seguramente podría hacerse una lectura, comparando los escritos de Deleuze y las obras de EMBT –como podría hacerse otra confrontando las principales construcciones postmodernas y la filosofía de Deleuze para comprobar la ausencia de similitudes- con el objeto de advertir las coincidencias. Una filosofía que busca las discontinuidades, las desconexiones. Que adopta la actitud, los métodos de exploración infantil como metáfora, como emblema del posicionamiento adulto, proporcionándoles el rigor del que carecen en las caprichosas mentes de quienes aún no han sido sojuzgados por la educación. Retomándolos justo allí donde aquéllos, abandonan a medias sus exploraciones. Apropiándoselos con la mentalidad de los adultos, es decir, de quienes saben que las leyes de los juegos son ficticias y por tanto, con una cierta perversión, se esfuerzan por llevar sus postulados hasta el final, no dejándose arrastrar por ellos sino tratando de sacarles el máximo provecho.

Juego, 2 



Uno puede perderse en el cumplimiento de las convenciones. Seguir las normas correctas, punto por punto, hasta que no quede nada de nosotros mismos. A veces hay que pararse y preguntar: ¿dónde está lo que me atrapa? El juego como una inclinación por el sentimiento frente a la razón: haz lo que quieras, pero que lo que hagas sea importante. Haber logrado retener todo lo que interesa al final de cualquier proceso.

Rehuir las formas gastadas, rechazar lo gregario, por muy aceptado que esté, cuando no es posible descubrirle nada significativo. Puede ser más importante imitar el perfil de una piedra curiosa encontrada en una playa cercana que perpetuar un tipo reconocido –un muro cortina, un prisma puro racional-.

El edificio no es el hormigón, no es la estructura, no es la envolvente. Es descubrir un elemento significativo, que lo explique, Un gesto. El gesto de unas plataformas deslizándose como en Hostalets, el gesto de unas viviendas girando sobre sí mismas, como intentando captar las vistas, como latas de sardinas apiladas, como en Cookie´s Nook. Tac, tac, tic, tic, toc, toc... describían los sonidos de los pasos recorriendo las diferentes superficies zigzagueantes de Hostalets unos importantes arquitectos catalanes. El edificio es el sonido de unos pies que lo recorren.

Podemos construir sofisticadas explicaciones sobre la torre para la sede de Gas Natural, explicarla desde la fluidez de las formas que nos reciben en planta baja, desde la osadía suprematista de su voladizo lateral, desde la etereidad de una piel abstracta. Para mí no hay más que su perfil. Sólo la entiendo cuando me alejo y su contorno trabaja en conjunto. No creo equivocarme si afirmo que esa torre quiere exponer simplemente una certeza: un rascacielos puede no ser un mero prisma. Cada una de las directrices construye un juego de ecos, nada más. Sólo una forma. Podría parecer superficial pero sería erróneo entenderlo así. Esa forma nos está explicando algo, un posicionamiento, una manera de entender la realidad y situarse en el mundo.

Flâneur

La esencia del flâneur es la duda. Caminar sin meta. Recorrer las calles sin más cometido que el de experimentar los sucesos que tienen lugar a medida que se avanza. Su duda va contra el sistema. Si el objeto del ser en sociedad es producir, llevar a cabo una actividad que revierta en beneficio de quienes le rodean, es decir, trabajar, el flâneur es el ser improductivo por excelencia. No sólo no detesta su falta de productividad sino que ve en ella un valor. Allí donde no debería haber nada él sabe que en realidad se abre un mundo completo de experiencias. No sólo eso sino que hace de ellas su sentido, de la falta de meta una meta.
Mientras que el voyeur sólo vive en los demás, da sentido a su mirar en los demás, y al tiempo que mira sale de sí porque no está teniendo lugar nada que suceda en su interior, el flâneur sin embargo fagocita lo que ve, no puede salir de sí, se apropia de todo lo que le rodea para alimentar sus reflexiones. En eso enlaza el concepto de flâneur con el de deriva. No sólo entiende que lo insignificante está dotado de sentido sino que lo reclama como su campo de experiencia, lo exige como mecanismo existencial: salir a las avenidas a la búsqueda de acontecimientos. Hay que recorrer las calles sin dirección, no importa en qué sentido pero en algún sentido, no en una sola línea sino en todas, porque todas las experiencias son valiosas, son válidas, nos enriquecen. El flâneur clama por la apertura de mentes, de experiencias, de acontecimientos. Su radicalidad es más desestabilizadora que la del ocioso. No sólo rechaza la productividad sino que sabe que más allá de ella hay un valor cierto. Recorrer la ciudad a la búsqueda de experiencias es abrir los sentidos.

Unos diminutos Simon y Samantha Smithson, ninguno alcanzará la decena de años en la foto, juegan. Su escenario es un suelo a unos tres metros por encima de la tierra. Un edificio en construcción, un pabellón. El edificio no está concluido, de momento sólo es un entramado de vigas y listones de madera, y sin embargo ya es posible recorrerlo, entretenerse entre sus contornos. Convertirse en su usuario ficticio.

La casa son las hojas secas sobre el techo de vidrio. Una cubierta estacional, temporal, protectora. El vidrio como captor de hojas secas. Ya aparecía dibujado en los bocetos de los 50, en el concurso para la escuela de primaria en Wokingham, pasillos con el techo de vidrio que mostraban las nubes, los pájaros, los árboles –y si se tercia hasta un avión a reacción, seguramente-. La experiencia del individuo sería la que construiría la casa. El modo de proyectar aparece ligado a la idea de curiosear, de distraerse. Más interesado en la variación, en la sorpresa, que en el concepto general del proyecto.

Topografía, 3
Todas esa obras, las de EMBT, las de A+PS, pueden considerarse topografías en cuanto que los objetos buscan transformarse en espacio. Hay algo diabólico en las formas para nuestras mentalidades calvinistas. Parece que allí donde hay formas no pudiese haber significado. Parece que no pudiesen ser autónomas. Sin embargo cuando ceden paso a las personas da la sensación de que el crítico debería callar, que el espectador debiese abrir la boca con admiración. Hay algo falso también ahí.
El verdadero valor, no cabe duda, en uno y otro caso, es que cuando ceden los juegos de artificio, los recursos disciplinarios, los guiños seductores, lo que queda son las personas, una arquitectura traducida en espacios que tienen a sus usuarios, a sus necesidades, a sus sensaciones, en el punto de mira: una cubierta que se convierte en un suelo transitable acabado en una barandilla desde la que mirar el horizonte, unos planos que simulan volar y cuyo verdadera intención es provocar sombras protectoras, una ventana entendida no como elemento compositivo, no como elemento funcional, sino como alféizar, como base en la que apoyarse para mirar al exterior, un edificio entendido no como imagen fija sino como tiempo, como espacio a ser recorrido, de punto a punto por el usuario, -A+PS, tienen una escala gráfica en que la distancia no se mide en metros sino en tiempos. 100 yardas = 5 minutos. Le Corbusier generó una imagen fija, un sistema de medida, el modulor, como modo de proporcionar el mundo. A+PS, generaron un sistema móvil. El paseo como unidad de medida de la forma construida-. El valor en ambos casos reside en el esfuerzo por traducir las formas construidas en espacios de relación para las personas que los habitan.
Pero en EMBT también hay otra cosa. Valorar lo insustancial. A pesar de ser conscientes de que lo importante está en los significados, en las esencias, en los usuarios que habitarán, recorrerán el edificio, seguir, como niños rebeldes, confiando, experimentando, en, con las formas. También eso quiero recalcarlo.



Fui a escuchar a Alison Smithson sin saber con qué iba a encontrarme. Y vi paquetes de regalo, cometas cabeceando, pirotecnias de papel de seda, cintas verdes y doradas, fiestas, cumpleaños, invitaciones, patios de juego, bailes, bodas, recortes de papel como de barquillo, casetas de niños, campos identificados, alterados y cargados de sentido sólo por la tenue indicación de un gesto de papel, por las huellas de unos pasos, por la escarcha. Nunca había supuesto que podía hacerse arquitectura como quien dibuja con el dedo en el vaho de un cristal
Josep Quetglas. No te hagas ilusiones. El Croquis 49-50.



Hay unos niños que juegan a la raya. Dan vueltas en torno a una líneas de tiza y unos números pintados sobre el suelo. No hay nada más, sólo asfalto y marcas de tizas. Algo absurdo si se piensa fríamente. Y sin embargo, en su instante de juego ése es todo su mundo. No conocen nada más. Hasta el punto de que parecen incapaces de separar sus ojos de esas marcas, hasta el punto de que no paran de dar saltos, de que circulan entre ellas como si les fuese la vida ello. Hasta el punto de que uno podría apostar que matarían por defender su posición.

Hasta el punto de que fotografiados desde el cielo sólo se ven rayas de tiza, sus figuras con las cabezas inclinadas hacia abajo y sus hermosas sombras duplicándolos sobre el suelo y esa imagen resulta sorprendentemente seria, esclarecedora y expresiva. Y puede incluirse en un libro sobre los Smithson y convertirse en una brillante metáfora sobre su obra y su actitud. Porque una regla básica de los juegos es que no tienen sentido si uno no se los toma absolutamente en serio, si no sigue sus absurdas premisas como si no hubiese nada más importante en el mundo. Repetir esa inconsciencia que permite considerar absolutamente significativo lo que no lo es. Para acabar descubriendo así importantes partes de nosotros mismos que no hubiésemos imaginado que estaban ahí y que sólo de ese modo, jugando, podemos hacer visibles en un mundo que siempre ha tenido la peligrosa tendencia de tomar demasiado en serio su propia seriedad.