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Qué fácil es hacer arquitectura difícil

Metalocus n 15 English translation embedded

Del año 2003 es el video del artista austriaco de origen chino Jun Yang titulado Camuflaje. Vístete como ellos. Habla como ellos. En él se señalaba hasta qué punto las modas son un fenómeno de uniformización. Allí se relataba la historia de un supuesto inmigrante sin papeles denominado X cuyo fin era lógicamente evitar los encuentros con la policía. Qué era lo que en espacio abierto, es decir, en plena calle, lo convertía en una presa frágil, reconocible. No era su piel, no era su lengua, era su disfraz. X con su cultura heredada, con sus vestimentas importadas, con sus medios mínimos, no pertenecía a ninguna tribu, no podía permitirse ese lujo, estaba incapacitado para a ir a la moda. Eso lo convertía en reconocible entre la multitud, no sólo ante los ojos de cualquiera, también evidentemente ante los de la temible policía. No estaba camuflado.





FEDERICO SORIANO. Artículos hipermínimos. (El Croquis)
PLOTEADOS
Prácticamente todos utilizamos el mismo tipo de plotter, y el mismo tipo de papel. Todos presentamos idénticos collages. Hay una capa de imagen que cubre por encima todas las propuestas y que termina igualando la visibilidad de nuestros proyectos. Cualquier diferencia entre arquitecturas, investigaciones, espacios, metodologías o intenciones queda oculta y disuelta en la capa homogénea de su presentación.
... Hoy nos enfrentamos a la homogeneidad de las presentaciones que está generalizando un aspecto idéntico de la arquitectura. Cuando vemos en contigüidad los proyectos, en jurados o presentaciones, el resultado es un paisaje monótono ... Lo más terrible es que realmente no sea culpa de usar el mismo material, sino que al final sea cierto que todos tengamos la misma banal presencia.


SLAVOJ ZIZEK. El frágil absoluto. (Pre-textos)
Todo lo que es estable se desvanece… en vez de productos estables destinados a durar generaciones enteras, el capitalismo genera una pasmosa dinámica de obsolescencia: somos bombardeados sin tregua por más y más productos nuevos que, en ocasiones, están ya completamente obsoletos incluso antes de que su uso se haya consolidado… El resultado de esta innovación constante es, por supuesto, la producción de montañas de desechos inútiles.

JORGE SILVETTI. EL PAÍS, 29 de mayo de 2004
La arquitectura por su propia naturaleza dura más, y el problema es que esta idea de una arquitectura de la imagen puede comportar que se consuma antes la imagen que el edificio. Ya ha pasado con el posmodernismo: edificios con solo 15 ó 20 años que ahora es inaguantable mirar.


Cuando uno observa la brillantez y abundancia con que aparecen reproducidas en numerosas revistas construcciones de formas cada vez más complejas y similares, en no pocas ocasiones salidas de las manos de los despachos más jóvenes y por tanto inexpertos, no puede evitar pensar que cada vez es más fácil hacer edificios difíciles. La supuesta revolución informática que aparentemente iba a transformar nuestros campo de actuación finalmente ha quedado limitada a un lavado de cara, que ha implicado un doble aspecto. Por un lado la ayuda de los ordenadores ha supuesto un aumento de la productividad, por el otro ha transformado radicalmente los métodos de representación. Si siempre han existido métodos virtuales de simular la realidad, aunque fuesen manuales –léase maquetas o croquis- y lo que no alcanzaba la técnica siempre era posible suplirlo con la imaginación, el verdadero dique que contenía las arquitecturas desordenadas frente a las ordenadas –la dificultad para controlar y hacer realidad sus formas- se ha roto desde el momento en que la informática ha proporcionado las herramientas adecuadas para concebirlas, simularlas y ejecutarlas. Eso no ha implicado un salto cualitativo seguramente –por mucho que les pese tanto a los que defienden una postura como otra, me atrevo a aventurar que hoy se hacen tantos edificios mediocres y brillantes como en otras épocas- pero sí aparente. El avance tecnológico ha permitido concebir y ejecutar obras que en otra época hubiesen resultado de una complejidad inabarcable. Las formas naïves de la arquitectura orgánica han dejado paso a las astutas y afiladas de la arquitectura informal. Las aproximaciones de las bienintencionadas presentaciones pasadas a las simulaciones más reales que la realidad misma del presente. Y con la facilidad ha llegado la avalancha homogeneizadora.

Del año 2003 es el video del artista austriaco de origen chino Jun Yang titulado Camuflaje. Vístete como ellos. Habla como ellos. En él se señalaba hasta qué punto las modas son un fenómeno de uniformización. Allí se relataba la historia de un supuesto inmigrante sin papeles denominado X cuyo fin era lógicamente evitar los encuentros con la policía. Qué era lo que en espacio abierto, es decir, en plena calle, lo convertía en una presa frágil, reconocible. No era su piel, no era su lengua, era su disfraz. X con su cultura heredada, con sus vestimentas importadas, con sus medios mínimos, no pertenecía a ninguna tribu, no podía permitirse ese lujo, estaba incapacitado para a ir a la moda. Eso lo convertía en reconocible entre la multitud, no sólo ante los ojos de cualquiera, también evidentemente ante los de la temible policía. No estaba camuflado. La anécdota revela hasta qué punto, las modas son más que un fenómeno de distinción uno de integración, como todos los esfuerzos empleados por cada uno de sus seguidores paradójicamente no va encaminados a la diferenciación sino a la homogeneización. Quien destaca dentro de un grupo determinado no lo hace por su capacidad para la diferenciación, para la significación sino por su habilidad y sagacidad para recombinarse dentro de una paleta muy reducida de elementos.
Por otra parte todo método de aprendizaje se fundamenta en la diferenciación, en la novedad. Los pedagogos saben que la exclusión es el verdadero motor del método de aprendizaje. Si algo nos resulta demasiado monótono, demasiado homogéneo, es porque ya no es capaz de transmitirnos nada, porque ya no porta ningún mensaje –ningún conocimiento- y, así, exigimos, lo diferente, porque sólo lo inesperado, lo desconocido, es lo que despierta nuestra reflexión, lo que produce conocimiento. Esto es lo que seguramente ha hecho de la novedad el tótem por excelencia de nuestros tiempos. Y lo que ha conducido a adoptar el método paranoico como modelo de trabajo (buscar la novedad por la novedad, algo que desligado de cualquier estructura de soporte que logre trascender las imágenes, por fuerza ha de conducir a resultados banales). Por otro lado, el estímulo que impulsa todas estas corrientes guiadas por la búsqueda de la novedad es siempre, la investigación, la búsqueda, el oponerse a las convenciones gastadas heredadas acríticamente de tiempos pasados en los que las condiciones de actuación eran distintas, por lo que quizás habría que concederles, entre otros a los amantes de lo informal, que como mínimo la base de la que parten es éticamente comprensible.


ENRIQUE VILA-MATAS. París no se acaba nunca. (Anagrama)
y le escuché a Hemingway hablar de su teoría del iceberg. Trato de escribir, le oí decir, de acuerdo con el principio del iceberg. Sólo una décima parte es lo que vemos del iceberg, el resto está bajo el agua. La historia no está en el cuento, la que está bajo el agua, se construye con lo no dicho, con lo sobreentendido y la alusión.

Hemingway escribió un breve cuento, Los asesinos, que trata de un asunto bastante violento –secuestro y tentativa de asesinato-. Construido básicamente con diálogos, consiste en una serie de frases cortas y conversaciones pretendidamente banales, en las que nada se cuenta, al menos de entrada, del meollo del asunto. Nada se deja traslucir de las preocupaciones de los protagonistas, nada de su sicología más allá de lo que sus propios modos de comportarse permitan traslucir. Sólo la trivialidad de la propia escena. Cuando llegamos a la magistral última frase -Bueno –dijo George-. Mejor es no pensar en eso- sin embargo ya está todo dicho. El cuento relata la historia de un hombre cansado de huir, que cuando definitivamente se topa con sus asesinos, no lucha ni intenta escapar –nuevamente-. Espera pacientemente en su habitación el desenlace final. Relatado siempre con una contención formal absoluta, sin ningún derroche estilístico, sin haber necesitado la más mínima descripción.
No es otra la esencia del minimalismo. Desvelar un 5% de la historia para contar la totalidad. Reducir elementos, quitar lo que sobra, sólo lo que sobra pero todo lo que sobra -la construcción debe parecer fácil; la forma impremeditada, impersonal- hasta que sean los hechos los que hablen por sí mismos . Si nos fijamos en el cuento, es justo lo que no dicen los personajes, el modo en que su comportamiento se aleja de la normalidad lo que nos desvela su carácter. El asesino que después de reconocer su misión, en lugar de mostrar remordimientos, pretende hablar de cine –mofarse más bien de su interlocutor, en realidad-, el sueco que cuando es avisado en su habitación de quienes le están buscando no chilla, no suda, no se desespera, simplemente se da la vuelta en la cama, el camarero que reconoce su cobardía –más existencial que moral- la incapacidad –no suya, casi universal- para reaccionar de ningún modo imaginable ante la crueldad –la crueldad del mundo- con su Mejor no pensar en eso.
Reducir elementos, quitar lo que sobra. Sólo así podemos expresar. Podría pensarse que esa máxima sólo es aplicable a determinadas corrientes estilísticas y de ser esto así, serían ellas las verdaderas. Pero, ¿es esta verdad cierta? Por el contrario parece que el mismo impulso a la reducción que anima la producción minimalista anima lo informal. Si en la primera es el 95% que no vemos lo que cuenta, en la segunda vemos el 95% pero lo que cuenta es el 5% que no vemos. El desorden por el desorden, me temo, no nos interesa. Es sólo el desorden que expresa algo el que logra captar nuestra atención. Entre todo el ruido, sólo aquel que hace girar todos sus elementos en una misma dirección es el podemos tomar en consideración. El que logra poner en funcionamiento ese 5%.
Proyectar sería a: si hemos de construir a partir de los elementos que nos proporciona la realidad, según unos principios que nos son exigibles desde el mismo momento en que se nos demanda un producto que ha de cumplir unas determinadas expectativas dentro de esa realidad, hallar un conjunto de leyes que pongan de acuerdo la realidad subjetiva de la mente que concibe la propuesta con la ejecución objetiva de la misma. b: conseguir que ese conjunto de leyes actúe en una dirección determinada, de modo de la actuación resulte legible.
Si nos fijamos bien en esa definición en realidad lo que estamos haciendo siempre, tanto si nos mueve la fe en el rigor como en la fragmentación, es restringir el número de elementos que tenemos entre manos, reducir el número de leyes que ordenan la realidad hasta encontrar aquellas que nos permiten expresar lo que tenemos en mente, borrar. Reducir y no otro sería siempre nuestro método cuando estamos intentando construir –esto explica por qué la buena arquitectura tiende a desligarse de la imagen, no suele tener suficiente con lo meramente bonito. Lugar, entorno, estructura, espacio, luz, materialidad o inmaterialidad, siempre que escarbamos detrás de la buena arquitectura aparecen esas preocupaciones que van más allá de las meras especulaciones estilísticas y que no son unívocas, sino que surgen precisamente de una transacción, de un acuerdo entre las preocupaciones subjetivas y objetivas. No hay una sólo forma de situarse, de responder al entorno, de abrir paso a la luz, pero es precisamente esa forma de dejarse influenciar por lo que tenemos ante nosotros, que depende tanto de la realidad como de nuestra imaginación, de imponerle a la vez nuestra visión, siempre forzada, de escarbar, de tantear hasta dar con las leyes, lo que hace arquitectura a la arquitectura-.



MIES VAN DER ROHE. Construir (Revista G. nº2)
La forma no es la meta, sino el resultado de nuestro trabajo. La forma por sí misma, no existe... La forma como meta es formalismo; y esto lo rechazamos.


No se me ocurre ejemplo de minimalismo más contundente que el de Mies. Cuando Mies van der Rohe inició su actividad como arquitecto, como reacción al romanticismo, la nueva objetividad era la corriente que aspiraba a dominar la escena cultural centroeuropea. La nueva objetividad lejos de todo idealismo ofrecía la posibilidad de ocuparse no de las elucubraciones y disquisiciones en torno al objeto sino del objeto mismo. La técnica y la función serían las auténticas y únicas herramientas para revelar su esencia que en último término a lo que deberían conducir sería a mostrar el verdadero espíritu de una época.
La forma adecuada era la verdadera preocupación de Mies y los miembros de la nueva objetividad. La subjetividad era una auténtica maldición y esa forma sólo podía entenderse como efecto –no como juego autocomplaciente, no como digresión estilística o simbólica- como resultado de un proceso, que tenía en la técnica y la función sus únicas bases y que debía aspirar a expresar el espíritu de la época de la que formaba parte. Según esos criterios, el orden, la claridad y la objetividad debían regir toda intervención. Aderezado según pasaba el tiempo con la convicción de que la técnica no era un fin en sí mismo sino que necesariamente debía aspirar a algún tipo de trascendencia espiritual, en sólo diez años Mies elaboró una serie de proyectos teóricos magistrales, coronados con la construcción de El Pabellón Barcelona y la Casa Tugendhat, que no sólo demostraron la validez de sus ideas sino que justamente lo situaron en la primera fila del Movimiento Moderno -en esas construcciones de los años 30, en unas obras en las que la fluidez del espacio destaca por encima de todo, sorprende que no se buscase ocultar los pilares. Al contrario, la estructura no sólo está presente sino que su materialidad se remarca insistentemente. Envuelta con revestimientos cromados, cuyo lujoso tratamiento contribuía a crear una clara unidad con el resto de elementos significativos, muros fundamentalmente, igualmente conformados en materiales nobles, ya fuese madera de teca o piedra de ónice seleccionado, lo que destaca cuando uno mira las fotos de entonces es la untuosa materialidad de unos espacios que no estaban dispuestos a renunciar a un evidente grado de nobleza en una época en que la alergia a las manifestaciones ostentosas era evidente y el blanco impoluto se extendía como un dogma de fe. Mies no estaba dispuesto a renunciar a esa suntuosidad, que él debía identificar con una cierta dignidad casi espiritual y en la que seguramente creía advertir una clara componente metafórica-. La abstracción de sus primitivos rascacielos de vidrio, el dinamismo bauhausiano de su casa de hormigón y el plasticismo de sus casa de ladrillo y posteriores viviendas patio, dejaban claro que desde luego dominaba unos recursos estilísticos que en aquellos momentos estaban en plena definición, más allá incluso de lo que se podía deducir de sus sintéticos escritos, pero sobre todo, una vez construidas, sus ideas certificaron que era poseedor de un auténtico lenguaje expresivo, de una riqueza espacial que aún hoy mantiene su vigor y que es posible que en toda su obra posterior no fuese superada. Sin embargo, como una especie de canto de cisne, ése fue el punto en que se embarcó en un esfuerzo de contención formal que le condujo a la elaboración de objetos arquitectónicos, seguramente abstractamente y metafóricamente mucho más completos y visualmente mucho más impactantes, pero desde luego menos ricos espacialmente, en los que el dinamismo moderno iba siendo sustituido progresivamente por un estático orden de propiedades claramente clasicistas. Algo que debería llevarnos a preguntarnos acerca del porqué del abandono de un camino aparentemente en extremo fructífero.
Mies sabía dos cosas, por propia experiencia, por su formación y por el contexto en el que se desenvolvió y también por supuesto por su sensibilidad. Sabía que había un simbolismo implícito en la materia, que los objetos por el modo cómo se configuraban, por el modo cómo se remataban y se encontraban con el suelo, según la tradición romántica neoclásica que podía ejemplificar Schinkel, y que los materiales, por el uso sincero, por el modo en que se combinaban desde una simple unidad hasta un vasto conjunto, respetando siempre sus propiedades, según la tradición racionalista neogótica de Berlage, eran capaces de irradiar una espacialidad que trascendía más allá de su propia apariencia real. Sabía en segundo lugar, por el periodo de experimentación formal de las vanguardias en que inició su actividad, que había una concordancia entre las técnicas de una época y sus expresiones culturales, que las formas con el tiempo acababan desligándose de los mecanismos que las habían generado, arruinándose sin remedio, que había que buscar esa concordancia. Y de esas dos verdades contrapuestas extrajo su verdad. Llegado a un punto determinado, consciente de su búsqueda Mies decidió suprimir todo lo que le sobraba, y cuando llegó la hora de suprimir, lo que se cayó no fue la voluptuosidad de sus espacios sino justo lo que había en ellos más puramente moderno, las asimetrías y el dinamismo.

Hay una sentencia algo pretenciosa de Mies que ha hecho fortuna y que viene a decir algo así como que más profundo que la contemplación de la naturaleza es la contemplación de la naturaleza desde un interior construido. Si Mies buscaba un elemento esencial que sintetizase sus construcciones –que contraponer a la naturaleza- forzosamente relacionado con la técnica y con una fuerte capacidad simbólica necesariamente se tenía que topar con la estructura. En su afán por reducir sus obras a sus elementos esenciales e imprescindibles las paredes acabaron sustituidas por vidrio, la sucesión de estancias por el espacio único y surgió un elemento ineludible, básico, el único del que no podía prescindirse si se pretendía que sus construcciones se mantuviesen en pie, la estructura. Surgió el Crown Hall y después la Casa Farnsworth y luego las oficinas Seagram y finalmente la Neue Nationalgalerie.
Pero precisamente porque esas estructuras le permitían conformar el espacio metafórico, simbólico que tenía en mente –edificios como prismas líquidos, masas sólidas con apariencia flotante, objetos compuestos de elementos individuales mostrándose como una sola unidad-. El orden, la claridad, el rigor, eran básicos para Mies y empeñó todo su esfuerzo en esa búsqueda, renunciado a todo lo que le pudiese desviar de su camino. Pero, en mi opinión, no porque fuesen los atributos imprescindibles de toda arquitectura, no porque supusiesen una receta universalizable, válida siempre en cualquier sitio para todo el mundo, tal como a veces sus más acérrimos seguidores proclaman, sino porque eran su medio para conseguir el fin que buscaba. Sintetizar, restar, buscar las esencias, era su método. El medio que le permitía expresar su verdad. El bastón con que despejar el camino, las limitaciones propias para expresar una visión verdadera, propia. Su verdad le exigía la contención como de haber sido otras sus metas debería haber optado por la expansión. Sólo si la acción del arquitecto es identificable como la transmisión de una forma de ver el mundo puede entenderse esto. Algo, me temo, que es aplicable tanto para las mentes ordenadas como para las desordenadas, para las regidas por la contención expresiva como para las que no pueden resistirse a la experimentación formal, para los que persiguen una única verdad y para quienes no son capaces de ceñirse a una sola dirección.

Minimalismo o informal serían corrientes opuestas, modos divergentes de enfrentarse con la realidad, fruto de la propia naturaleza de cada uno, pero no por ello, como se quiere hacer creer a veces, más o menos válidos. Ambos servirían para proporcionar una representación del mundo. Lo importante sería ver lo que se elabora partiendo de esas bases, si esa representación tiene finalmente valor o no. Por debajo de la capa uniformadora.