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Sentido y sensibilidad


Eliminando los sentimentalismos, los localismos, los aspectos domésticos, la abstracción moderna
permitía explorar la forma arquitectónica sin cortapisas, sin más restricciones
que las de la
razón.





Desde los años cuarenta el nuevo estatuto del trabajo artístico se considera un efecto de las posiciones de Duchamp y, sobre todo, un resultado de esa operación crítica llamada desmaterialización.
No obstante, la desmaterialización ha acabado transformándose en un simple cuestionamiento al intercambio, sin apenas incidencia dentro de aspectos reales de valor. Así, aunque cada generación parece renovarla, la crítica duchampiana al objeto configura, hoy, un mero cinismo que castiga cualquier forma de materialidad en pos de formas conceptuales a veces espiritualistas e, incluso, como las bebidas, espirituosas...

Pedro G. Romero

No parece irracional que un individuo, un usuario, a la hora de establecer su relación con las herramientas de las que se sirve –por ejemplo una obra construida- busque ante todo que estas le resulten cómodas. Así no deja de ser sorprendente, más bien elogiable, que el movimiento moderno se plantease no cumplir esa expectativa sino defraudarla, no buscar que los moradores de sus obras se sintiesen cómodos sino, en cierto modo, extrañados. La pregunta que daba la sensación de formularse era no qué podía darle al hombre común sino qué podía no darle.
Desde nuestra perspectiva tampoco deja de haber una cierta candidez en la afirmación de Duchamp que daba por muerta la pintura –el aspecto material de la obra de arte- cuando ante la belleza de un producto industrial acabado le planteaba a un colega si desde un punto de vista meramente formal tenía sentido competir con semejante grado de perfección. De Bacon a Richter, de Baselitz a Tapiès, la destreza ha demostrado su capacidad para reinventarse una y otra vez, la misma de la pintura o la materia para encontrar nuevos mecanismos de expresión, pero la afirmación de Duchamp ponía de manifiesto hasta qué punto para las vanguardias la desmaterialización, la abstracción, la crítica al objeto era irrenunciable. Hasta qué punto para ellas el foco se había desplazado desde la apariencia al concepto.
Igualmente negar la materialidad de las obras del movimiento moderno resulta tan ridículo como intentar ignorar la carga formal de las resplandecientes cajas blancas de Le Corbusier -el equilibrado juego de volúmenes bajo la luz- o de las seductoras, casi eróticas, superficies pulidas, brillantes de Mies –fachadas identificadas con el voluble efecto del humo de sus cigarros, la materialidad de una desmaterialización-. Pero resulta evidente que en su ideario había un fin irrenunciable, destruir el objeto, borrar su especificidad. Si las apariencias, las formas, habían acabado revistiendo los objetos hasta ocultar su verdadera naturaleza, haciendo más fácil la relación con quienes se aproximaban a ellos, que encontraban así mecanismos de mediación, de identificación, optó por prescindir de ellas, por destruirlas. Eligió tratar a los individuos de tú a tú, sin gestos dulcificadores, sin engaños.
Ese acierto –del movimiento moderno- la búsqueda de la austeridad, el desprecio hacia los aditivos, ha sido una flaqueza que han sabido explotar las corrientes que han venido después. Si el movimiento moderno tuvo que creerse la mentira de que sus obras podían ser desposeídas de materialidad, y fingir que esa materialidad no estaba presente cuando se topaba con ella, el brutalismo, el postmodernismo, el deconstructivismo, el minimalismo…, casi todos las escuelas posteriores, se dedicaron desde diversos ángulos a escarbar en el terreno que el movimiento moderno, por su propio y necesario dogmatismo, tuvo que dejar virgen: el del aspecto formal de la arquitectura. Y todas, tras un periodo fértil de crítica inicial –minúsculo si es que no inexistente en algunos casos como en el del postmodernismo y el regionalismo crítico- acabaron en su fase terminal en una callejón sin salida, enfrentadas a la paradoja de que su tema era simplemente la forma, su esencia la superficie, transformadas finalmente en simples manierismos. Una necrosis por otra parte idéntica a la del movimiento moderno, en una etapa tardía repitiendo de modo cansino y rutinario los principios que brillaron en la heroica.


La plasticidad de un muro de ladrillo, los materiales locales humildes, incluso los industriales sin pedigrí… Si el movimiento moderno se propuso marcar distancias con sus usuarios, lo material parece surgir hoy como medio para salvar esa grieta. Con la coartada de la crisis actual y la penalización a los excesos que caracterizaron la exuberante época precedente, no pocos vuelven sus ojos hacia los materiales humildes, promoviendo una corriente que promete una triple regeneración, frente a la abstracción, la frialdad moderna, proximidad, domesticidad, frente al exceso mercantilista de los años precedentes austeridad, costes reducidos, frente a su exuberancia formal, contención, ausencia de estridencias.
Ignorando que siempre que escuchamos la coartada moral, ¿nos hemos vuelto de repente seres éticos?, deberíamos alzar las cejas –en una sociedad guiada por el capital cuando alguien se enfunda la piel de cordero, se disfraza de redentor, invariablemente alberga en su interior un, o bien cándido o bien cínico, vendedor- las tres aproximaciones pueden ser entendidas como una crítica a la tendencia a la desmaterialización moderna, la primera directa, por el rechazo de aquella a lo táctil, a lo que no puede ser pensado, las otras porque la experimentación formal de los últimos años es la consecuencia de la apuesta moderna por la abstracción. Una crítica en la que no es difícil adivinar luces y sombras.
Si volvemos a la ortodoxia marxista encontraremos ya la presencia de esos dos opuestos, en la comparación de los valores de uso y cambio. En la moneda, valor abstracto, intangible, como sustituto de la economía del intercambio anterior, en que sólo se entregaban unos bienes reales por otros, una hortaliza –o varias…- de un agricultor por una silla de un carpintero por ejemplo, situaba el marxismo el origen de la alienación moderna, no sólo en el sentido de que la economía pasase a depender de unos valores abstractos, mutables, imposibles de controlar por los trabajadores, por los productores, desprovistos estos de una base sólida con la que enfrentarse a las variaciones del mercado, por ejemplo los propios alimentos que podían seguir produciendo para su autoconsumo por extrañas que fuesen las leyes de ese mercado, sino en el de que la abstracción de la economía de repente rompía el aspecto táctil, la relación material del individuo con el producto que generaba, como con insistencia le gusta señalar a Richard Sennet. En la otra cara estaba la apuesta por la abstracción moderna, la intangibilidad de la moneda que nos permite un intercambio de bienes más fluido, que no nos obliga a conocer a un carpintero para poseer una silla. Eliminando los sentimentalismos, los localismos, los aspectos domésticos, la abstracción moderna permitía explorar la forma arquitectónica sin cortapisas, sin más restricciones que las de la razón.
La corriente moderna rechazaba las formas establecidas, los materiales comunes, por una razón estratégica, de compromiso, la de arriesgarse a buscar un lenguaje apropiado para su tiempo, para las amplias transformaciones de una sociedad cada vez más industrial, científica, y también por otra formal, romper con el tapón de lo real, con las limitaciones figurativas, para poder llevar a cabo una investigación desde cero, sin prejuicios, sin cortapisas de los aspectos plásticos de la arquitectura, aunque fuese desde la contención, desde el rechazo a la exuberancia formal. Rasgos como los pilares exentos, o especialmente la cubierta plana, sólo pueden entenderse desde esa perspectiva de investigación –una cubierta inclinada protege mejor de las aguas, su misión- en la que participaba un complejo juego de influencias, algunas simplemente plásticas –la arquitectura mediterránea- y sólo tangencialmente reconocidas, otras que suponían la redefinición de lo que debía ser la función en arquitectura, cubiertas que no sólo repelían la lluvia sino que podían convertirse en el suelo de sus habitantes.
Experimentar. Dar autonomía.
Frente a eso, en la reacción táctil a la abstracción moderna habría que distinguir dos vertientes. Por un lado la inclinación por los materiales pobres que presenta la ventaja de hacer visibles, fiables, un grupo hasta entonces proscrito, nos obliga a cuestionarnos lo que consideramos válido o no, que nos obliga a pensar. Por otro la restricción interesada de esos materiales a los propios de la tradición, que supondría desandar el camino moderno, volver a la aceptación sumisa de lo existente. Renunciar a la necesaria crítica del objeto.
Si bien los materiales de la tradición han sufrido la misma marginación de los de desecho, en los párrafos precedentes se intenta sugerir por qué, la recuperación melancólica de lo antiguo, de un paraíso incontaminado blindado a las influencias externas, ahora con la excusa de su plasticidad, sería volver a caer en el error, la ilusión –propios del regionalismo y el postmodernismo- de que es posible entregarse de nuevo a un sistema de códigos cerrados inalterable, otra vez una mera imagen, volver a creer que no es posible cuestionarse lo que observamos, venga de donde venga –la candidez de Duchamp palidece frente a la de los que creen que es suficiente recurrir a los trajes regionales para recuperar la esencia de un territorio determinado. ¿Debemos sacrificar nuestros vaqueros en honor a esa pureza?-.
No cabe duda de que hoy –precisamente gracias a la operación moderna, ya una corriente histórica- es posible extraer elementos de esa tradición, juzgarlos exclusivamente desde su condición plástica -¿si somos capaces de apreciar los valores formales de los industriales, por qué deberíamos ignorar los de los comunes?- e implantarlos en el lenguaje moderno. Pero en la actualidad nuestro método es la duda. Nada puede permanecer al margen de la crítica, de ser cuestionado. Nunca lo moderno, pero desde luego tampoco la tradición. Y recuperar esta como un todo, sería volver a entregarse a un sistema cerrado, inamovible, negando, aún con sus imperfecciones, los frutos del presente. Volver a una dicotomía excluyente entre experimentación y figuración que ya no tiene sentido. Hoy es por fin posible dejarse llevar por lo que no entiende la razón, por la emoción, por el sentimiento, pero de ningún modo eso debe implicar guardar silencio, renunciar a la poderosa herramienta de hacerse preguntas.
Que la propia corriente es consciente del terreno que pisa lo evidencia el hecho de que no sea capaz de cuestionar de modo abierto la abstracción moderna. En no pocas de sus propuestas, si hay cubiertas inclinadas estas suelen compartir el revestimiento con las fachadas, si hay diversidad de volúmenes o más de un material, estos no suelen sobrepasar un reducido número, para mitigar el exceso de impresiones. Si las fachadas se horadan con numerosos huecos al estilo tradicional, con frecuencia se niega su profundidad, enrasándolos con la cara exterior al estilo moderno.


Un segundo aspecto dudoso en esa apuesta por lo material es la coartada moral. Si bien se tiende a igualar con demasiada facilidad imagen y espectáculo, Debord –de quien nadie suele abrazar su defensa del terrorismo pero todos aprovechan cada frase en que cuestiona el poder de la imagen- tuvo la suficiente previsión –perspicacia- para situar el origen de la sociedad del espectáculo no en la imagen sino en el simulacro, en la ilusión:

El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes… 
Es la realidad de este chantaje, el hecho de que el consumo como uso bajo su forma más pobre (comer, habitar) ya no existe sino aprisionado en la riqueza ilusoria de la subsistencia aumentada, la verdadera base de la aceptación de la ilusión en el consumo de las mercancías modernas en general. El consumidor real se convierte en consumidor de ilusiones. La mercancía es esta ilusión efectivamente real, y el espectáculo su manifestación general.
Guy Debord. La Sociedad del Espectáculo
No es difícil encontrar la razón de esa apuesta por lo táctil precisamente en lo opuesto de lo que proclama, en el consumismo. La austeridad, el disfraz de la modestia formal y el discurso de los valores morales es la coartada perfecta para generar la ilusión de que hemos superado los pecados precedentes. Convenciendo a los demás de que han quedado atrás los excesos podremos seguir produciendo, podremos seguir desarrollando sin límites nuestra actividad. La máquina consumista seguirá activa, nuestros clientes encantados de nuevo vaciando sus billeteras y los medios impresos dichosos de seguir llenando sus páginas con nuestras nuevas obras.
No es que el consumismo por sí mismo tenga que ser negativo, San Debord me perdone, pero no es esa la actitud que cabría esperar de un movimiento regenerador. De hecho, ¿no es la única alternativa posible para esa corriente, para cualquier otra, renunciar a la coartada moral y juzgar y hacer valorar sus obras por lo que son, piezas de arquitectura?

Por último un peligro no menor es el de que después de la crítica necesaria a los principios modernos, de la superación de los dogmas, a pesar de presentarse como una corriente que no concede importancia a la forma, todo su ideario se reduce a temas superficiales, a aspectos plásticos. Con la desventaja de que no podrá profundizar en ellos ya que los niega -de hecho de entre las corrientes que siguieron al movimiento moderno, las que han logrado mejores resultados, la deconstructivista y la minimalista, con obras que perdurarán en el tiempo, como el Guggenheim de Gehry o piezas escultóricas fundamentalmente en el caso del minimalismo, no han buscado coartadas, han apostado directa y justamente por lo proscrito, la forma, el espacio, con todas su armas, evitando que nada las despistase-. Lo material no deja de ser más que una impresión y sin ningún otro aspecto de fondo que lo refuerce se topará contra el muro de su propia banalidad, como le sucedió a todos los movimientos antes señalados. Condenada a sucumbir si no es capaz de integrar aquello que niega –no hay que olvidar que el origen de la corriente no es formal sino conceptual, el momento en que un material de desecho se muestra válido, en que cambia el concepto de algo que observamos-.
Una corriente arquitectónica basada en materiales humildes, supone una crítica lúcida a los principios del movimiento moderno. Comparte con él el gusto por la austeridad, pero se diferencia en abogar por la cercanía, por la empatía con sus usuarios, apostando por texturas en las que se puedan reconocer, materiales que resulten cálidos, que se puedan tocar, un poco en la línea que apuntaba Sennet, esa cita tantas veces usada…, incapaz de comprender la dureza, la fría impasibilidad de las obras modernas -¿quizás alguien debería explicársela?-.
Parece lógico que se apueste por esos aspectos táctiles. ¿Por qué deberíamos seguir cegándonos a la atracción de la forma? ¿Por qué ignorando que las superficies pueden ser seductoras? Incluso las más pobres.
Ello no debería engañarnos haciéndonos pensar que lo material, lo sensible, va a desplazar a lo abstracto, a lo inmaterial. El sentido de aquel difícilmente será la negación de este.
La cita de Pedro G. Romero pone de manifiesto la flaqueza de la abstracción, de la desmaterialización, de cualquier corriente conceptual. La misma de las formales. Convertirse en un simple manierismo. Ese punto en que la reflexión asfixia a la acción, en que se da la espalda a la realidad, en que se analizan todos los aspectos de lo que sucede pero sin embargo no se hace nada para cambiarlos. Sin embargo la necesidad de seguir cuestionándonos lo que hacemos, de no contentarnos simplemente con lo que percibimos, con lo que sentimos, de no someternos acríticamente al contexto, no va a desaparecer. Al fin y al cabo existimos puesto que reflexionamos.