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Siguen ahí.


© Nina Fischer & Maroan el Sani . A Space Formerly Known as a Museum


Ciertamente hay notables edificios –notables en el sentido de arquitectura difícilmente cuestionable- que no tienen manera de ocultarse. El museo Guggenheim de Gehry, la torre Agbar de Nouvel, el complejo De Rotterdam de OMA –no deja de ser curioso también cómo para algunos, un tanto groseramente, visibilidad acaba siendo siempre sinónimo de zafiedad-.


No importa dónde te pongas, siempre están ante ti. Los ves desde todos lados. De lejos, de cerca. Cuando te sitúas de frente, cuando te sitúas de perfil. Cuando miras, incluso, parece, cuando no estás mirando. Apostarías que si les das la espalda los sigues viendo.

Sin embargo, suele ser norma de la buena arquitectura la condición de estar ahí a secas. Te acercas. No la ves. Pero de repente aparece.
La última vez que me sucedió algo parecido fue visitando un edificio de Navarro Baldeweg. Iba con un amigo. Sabíamos en qué esquina de qué calle lo encontraríamos. Pero cuando llegamos no estaba. Partíamos de la premisa de que, una vez allí hallaríamos una construcción valiosa, pero no fue así. No encontramos nada. Sólo la placa con el número y una valla. No hizo falta darle muchas vueltas al asunto. No hizo falta ni observar por entre los barrotes de la verja, por otra parte abierta, desde los que asomaban diversos edificios, unos antiguos, otros nuevos, ninguno el que buscábamos aparentemente. Ni atravesarla. Bastó con doblar la esquina, introducirnos perpendicularmente por una calle cuyo nombre no teníamos señalado y estaba allí. Das la vuelta, está ahí. Pasa el tranvía y está ahí. Pasa la gente distraída con sus preocupaciones y está ahí. Cruzan sus puertas sin prestarle atención los estudiantes que utilizan sus aulas y está ahí. Nos habían dicho que en aquel lugar había un edificio valioso y estaba allí. No importan los kilómetros recorridos, las horas perdidas en alcanzarlos, siempre están ahí. Nunca se marchan. Nunca se mueven de su sitio. Nos habían hecho una promesa y no nos fallaron. Es mucho más de lo que se puede decir en numerosas ocasiones de tantas otras cosas.
Y es que suele suceder que por muy parecida que sea a los edificios circundantes, la buena arquitectura siempre está ahí. Puede que su intención fuese disolverse, volverse anónima. Puede que sus autores aspiren a la sencillez, que nos hayan asegurado, esa bonita mentira, que buscan diluirse entre lo que les rodea, no distinguirse en nada de las edificaciones corrientes próximas, pero cuando llegas está ahí, claramente diferenciada del resto. No necesita señales ni indicadores. Está ahí. La reconoces, lo sabes en cuanto te aproximas.
Transmite las ideas, el cuidado, la forma de entender su actividad, de sus autores. Sus intenciones se reflejan en sus formas. Y sus intenciones siempre van más allá. Siempre quieren sacarle más partido a lo que tienen entre manos. Siempre quieren probar, entender, cuestionar, hacerse preguntas que a los demás no les preocupan. Allí donde otros se limitan a cumplir con sus obligaciones, a responder simplemente a las demandas que reciben, ellos siguen empeñados en mantenerse ocupados, en darle más vueltas a todo de lo que sería necesario, en no perderse la posibilidad de un segundo de entretenimiento. No nos engañemos, la mayoría de los inmuebles cercanos no están animados por esa voluntad.
Y, nosotros, cuando los alcanzamos, cuando nos ponemos ante ellos, si nos impulsa esa misma voluntad diferenciadora, los reconocemos. Puede tratarse de un edificio cualquiera. Un edificio que respeta las alineaciones, las alturas, los acabados, los rasgos de lo que le rodea, al que como decía apenas nadie preste atención, que no aspire más que a pasar desapercibido pero cuando estamos ahí, por mucho que sus maneras no sean las nuestras, que sus materiales o remates, no sean los nuestros, porque no compartamos sus inclinaciones o porque no dispongamos de la destreza suficiente para igualarlos, los entendemos. Contemplamos su pretensión de expresarse con sinceridad, la alternancia de superficies contrapuestas, su disposición en bandas y las entendemos perfectamente. Cierto, la forma de organización general del edificio puede no ser la nuestra, pero su difuminada transparencia, su esfuerzo por construir algo a la vez real y borroso, lo entendemos perfectamente. Cierto, esa plasticidad, la voluntad de cuestionar lo que es sólido y lo que es decorativo, las dobles pieles, las pictóricas protecciones solares de vivos colores, no son las nuestras pero las entendemos perfectamente. Cierto, no se nos ocurriría sostener las rampas con un simple pilar expuesto de ese modo –aunque seguramente nos habría gustado- pero la intención de mostrar esa contradicción entre peso y columna la entendemos perfectamente.

Leía recientemente un artículo, debo reconocer que por casualidad, en el que un arquitecto confesaba aliviado que de vuelta de uno de sus últimos compromisos, había logrado detenerse en una población por la que siempre pasaba de largo y que, allí, observando a la gente corriente que mataba sus horas tranquilamente, quizás en una plaza concurrida, se había dado cuenta de que quienes merecían la pena eran seguramente ellos, las personas sin pretensiones, los que no estaban viciados por la ampulosidad. Que sólo deseaba parecérseles.
Yo, he de reconocerlo, no quiero tener nada que ver con la gente corriente. Es algo que nunca he tenido intención de que fuese así. No es probablemente algo que haya buscado, simplemente es así. Mi mundo está más con esos edificios de los que hablo. No es un desprecio.
Yo, he de reconocerlo, prefiero no estar ahí, no quiero tener nada que ver con esa forma de entender a la gente corriente. Y ello porque probablemente sospecho de ellos, de sus intenciones, de quienes construyen ese discurso –¡ah, la poesía! La poesía es muy suya, posesiva, implacable, tremendamente celosa de sus dominios, no permite que la utilicen con fines que no le sean propios. Aun siendo la poesía el territorio por antonomasia donde el elogio de la sencillez puede tener lugar, no está dispuesta a que nadie se acerque a ella con segundas intenciones, y a quien se la apropia para defender sus intereses particulares, para vencer en sus batallas dialécticas, a quien la usa exclusivamente en su beneficio, lo expulsa de su feudo inmediatamente, sin conmiseración-. Y ello quizás porque mi visión al respecto seguramente difiere de quien un día aparece en una plaza donde los que carecen de pretensiones están, quizás barriendo, y se construye una iconografía puede que un tanto hueca para, una vez metida en el bolsillo, probablemente desaparecer de nuevo tal como ha llegado. Cierto, no hay nada censurable en contemplar a la gente sin ambiciones y admirar su sencillez. Todos en un instante de agotamiento, de estrés, lo hemos hecho. Del mismo modo que no es inhabitual que quien vive aplastado por el tedio, en un lugar donde nunca sucede nada, si se topa con alguien con más inquietudes que las suyas, no pueda evitar envidiarlo.
Pero yo prefiero mantenerme alejado. Y ello porque, quizás, soy uno de ellos –del mismo modo que hay quien construye discursos falsos con lo que ve, estamos los que intentamos siempre apropiarnos de la interpretación exclusiva de aquello de lo que formamos parte aunque haya muchos más como nosotros que pueden exhibir idéntico pedigrí- no puedo mirarlos desde fuera porque seguramente crecí en su compañía. Porque mis vicios son seguramente los suyos. Porque todos los defectos que yo poseo, sé que también los tienen ellos. Porque sé lo que se puede esperar y no se puede esperar de mí. Porque si no me fío de mí mismo, cómo me voy a fiar de los demás. Hay un rechazo innato en mí hacia esa necesidad de construir iconografías falsas en torno a lo sencillo. Por eso prefiero no estar ahí.
Yo quizás porque no puedo mirar desde fuera prefiero rechazar esa imagen ficticia. Prefiero entender que esa gente sencilla que barre distraída la plaza es la misma que como nosotros, cuando se sienta en sus salones, entiende y disculpa y aplaude y corona a Belén Esteban, la misma que cuando se siente herida es capaz de las mayores expresiones de rencor y crueldad, la misma que cuando se siente engañada en su orgullo es capaz de empuñar un arma y acabar con la vida de quien le disputaba algo tan insignificante como el límite de un solar. La misma que rechaza de modo innato todo lo que le es diferente, todo lo que no entiende. Si se me permite la broma, al menos en una ciudad sabes que si te cruzas con alguien que no vas a soportar, tal como ha entrado en tu vida es muy posible que salga en días, semanas, a lo sumo meses.
Puede ser que igual que ya sólo me apetece estar ante los buenos edificios y no ante todos los edificios, incluso cuando nos esforzamos en generalizarlos como edificios sencillos, ya sólo me apetece estar entre la poca gente que merece la pena y no entre toda la gente, incluso cuando nos esforzamos en generalizarla como gente sencilla.

Yo, quizás porque ya no puedo mirar desde fuera, he de reconocerlo, tengo que ver, más que con esa gente, con los edificios de los que hablaba. No es un desprecio. Es sólo que cuando me acerco ellos, por mis circunstancias, me doy cuenta de que ahora formo parte de los segundos. No importa todas las trabas que hayan puesto para alejarte de la arquitectura, todos los intentos vanos –ingenuos, creían que tendrían éxito, cuando has hecho de ella tu forma de vida, cuando incluso si te apartasen de su práctica diaria no podrías evitar seguir inmerso en sus asuntos-. Cuando los contemplo me reconozco en ellos. No es desprecio hacia los demás. Es que sus preocupaciones son las mías. Es que sus intenciones son las mías. Me ocurre que miro a sus muros y entiendo por qué han sido construidos así. A sus ventanas y entiendo su disposición. Me ocurre que cuando los demás ven en ellos rasgos inhabituales, incomprensibles, yo comparto su inclinación al silencio -sí, todos tenemos nuestros defectos- su desprecio por los gestos vacíos, por los artificios, incluso por los requisitos funcionales, por las exigencias, por las necesidades en última instancia no esenciales. Me aproximo a ellos y sé que he llegado a uno de los lugares a los que pertenezco.
Yo no quiero formar parte de la gente corriente. Prefiero la compañía de esos edificios que siempre están ahí. Con sus inquietudes, con sus puntos de vista, a veces intrascendentes. Con su forma de ver las cosas, que es suya pero también mía. No quiero conformarme. No me produce ningún remordimiento tener ambiciones, buscar diferenciarme. Quiero estar de su lado –lo inerte, lo sólido, que a diferencia de lo vivo, de lo voluble, no está capacitado para decepcionarnos-. Ellos que, mucho más de lo que se podría decir de tanta gente que he conocido, siempre están ahí.

Y me gustaría pensar también que, en parte como agradecimiento, cuando intentamos decir algo de valor sobre ellos deberíamos hacerlo desde la sinceridad más absoluta, no desde la instrumentalización, no para apropiarnos de sus discursos con la intención de transformarlos en arma arrojadiza dirigida a los que no sirven nuestros intereses. Aunque ya se sabe, ¿qué son nuestras palabras, por bonitas que sean, incluso estas, sobre todo estas, sino balas que proyectamos hacia aquellos que no piensan como nosotros?